Desde que Inés nació, mi colchón se convierte muchas noches en una cama de pinchos. Conocía los despertares súbitos por alguna preocupación, fantasmas enormes en la madrugada oscura que con la luz del día solían disiparse. Podría decirse que lo de ahora es más sutil, una punzada constante que activa un dolor hasta hoy desconocido: el de sentir que te has equivocado en tu proceder con tu hija y no será la última vez.
Dicen que con la llegada de un niño, antes incluso, se acaban las noches plácidas y sin tribulaciones. Que crezca fuerte y sano, tenga una vida feliz, no haga daño a a los demás ni a sí mismo, parecen metas lo suficientemente ambiciosas como para robar el sueño a cualquiera. En mi propio camino erré mil veces; no parece la mejor garantía para ser una buena acompañante. Quizá de ahí venga el resquemor, por los fallos que ya cometí y los que seguro iré acumulando.
Incluso teniendo los mejores padres, muchos recordamos un día en el que su paciencia falló y dijeron o hicieron algo de lo que luego se arrepintieron. Un momento en el que pagaron con quien no debían su cansancio, sus miedos o sus propias frustraciones. Un castigo injusto, el uso de la violencia, ese ‘ya no te quiero’ que quedaron grabados para siempre.