Acabo de caer en que llevo casi un año sin hablar de cacas en un blog con una bebé de por medio. ¿Qué me ésta pasando? ¿Estoy perdiendo estómago? ¿Me estoy volviendo un romántico? ¿Un poco de las dos? Qué se yo… Con lo bien que funciona lo de escribir sobre cacas. Se dispara el contador de las visitas. Tenemos tendencia a recatarnos cuando sale el tema, pero luego nos gusta echarnos unas risas por lo bajini, “ahora que no me ve nadie”, ¿eh o no? Desde aquella lejana “Guía para sobrevivir a una caca radioactiva” había aparcado el tema, pero hoy vuelvo a las andadas, porque ahora que Mara lleva ya unos meses diferenciando entre caca y pis (y hasta se quita el pañal para enseñarte el mojón que ha fabricado mientras grita “¡Tata, tata! -caca en su idioma-), me he dado cuenta de que nuestra pequeña Lady Caca ha empezado a buscar algo muy típico del ser humano a la hora de hacer sus necesidades: Intimidad.
Y es que a todos nos gusta sentarnos tranquilos en la taza del water para devolver a la naturaleza, transformado tras un largo paseo intestinal, lo que es suyo. Necesitamos concentración, paz, intimidad. Tanto es así que hasta se nos van las ganas si tenemos a alguien merodeando. Y si no que se lo cuenten a las pobres madres, que tienen que hacer piruetas para encontrar esos momentos durante los primeros meses (¿eran meses o años?) de vida de sus bebés. Los hay también quienes necesitan esa intimidad hasta para mear. Estoy pensando en un gran amigo mío, que no podía hacer pis si tenía gente alrededor o le estaban hablando. No se concentraba. A veces, para dificultarle un poco más las cosas (éramos así de bandidos), no dejábamos de darle conversación cuando intentaba mear. No puedo evitar que se me escape una sonrisa al recordarlo. El pobre lo pasaba mal en las noches de discoteca para volver a poner en circulación los cubatas del botellón.
Pero no os vayáis a creer que esto de la búsqueda de intimidad para saciar nuestras necesidades es algo exclusivo de la especie humana. Llamadme loco, pero llevo años dándome cuenta de que nuestro perro Coco (Toto para Mara, que sigue sin pronunciar la “c”) también la necesita. El pobre no tiene más remedio que cagar de cualquier manera y en cualquier lugar, pero un día me percaté de una cosa: si le miras en el momento en el que está en plena faena, rápidamente y con mucha elegancia gira la cabeza y te retira la mirada. Y si se la vuelves a buscar, te la vuelve a retirar. “Ya ni puede cagar uno tranquilo”, pensará.
El caso es que Mara, en algo que nos ha parecido muy gracioso y que nos ha sacado más de una carcajada en las últimas semanas, ha empezado a buscar también su intimidad a la hora de hacer honor a su título de Lady Caca. Ahora, si estamos en el despacho, se esconde tras la mecedora para hacer fuerza. Si estamos en la cocina, se esconde tras la cortina (casi transparente) que da paso a la galería. Y si desaparece por unos minutos ya no necesariamente quiere decir que esté desmontando la casa. Ahora también puede ser que se haya escapado para pringotear el pañal.
Lo más gracioso es que si en ese momento, como hacíamos las primeras veces por aquello de la novedad, la miras o le dices algo así como “Uy, yo sé de una que está haciendo caca…”, ella, un poco indignada, te suelta un “¡No, papá, no!”, que viene a ser un “Déjame en paz, por favor, que bastante tengo con lo mío. Y mira para otro lado”. Luego, por haber tenido el valor de molestarla, aunque la peste invada la casa, Mara siempre niega en un primer momento tener caca en el pañal y toca negociar durante un buen rato para proceder al cambiado. Para entonces hasta nuestras plantas de plástico de Ikea están marchitas. Son las víctimas colaterales de la falta de intimidad.