Me encanta bajar al parque con Mara porque la veo disfrutar. Es feliz jugando con otros niños (especialmente si éstos son más grandes). Los persigue, los coge de la mano, los abraza, intenta darles besos, busca seguir su ritmo, imitarlos. No para ni un instante. El drama empieza cuando los niños se tienen que ir o nosotros recogemos los bártulos para volver a casa. Entonces Maramoto empieza a poner pucheros y arranca a llorar. Quiere seguir jugando con ellos, no acepta que haya llegado el momento de separarse hasta el día siguiente. Aún no entiende que los va a volver a ver. Ve la despedida como algo definitivo. Hay días en los que durante el corto trayecto hasta casa logramos despistarla ofreciéndole otros puntos de interés y se olvida aparentemente del drama que acaba de vivir, pero la semana pasada vivimos su despedida más traumática hasta la fecha. No había forma de consolarla.
Estábamos sólos en el parque, Mara y yo, y entonces apareció ella. Carla. Una niña de seis añitos que adoptó a nuestra bebé como su hermana pequeña. Durante una hora no dejaron de jugar juntas ni un sólo instante. Columpio por aquí, escalera por allá, castillo de arena por allí… Y en esas llegó la hora de volver a casa. Más de media hora me costó llegar hasta nuestro portal ante lo difícil y dramático de la despedida. Cualquier diría que no se iban a ver más. Media hora después de llegar a casa, ya con la cena en la mesa, Maramoto seguía con su particular drama, llorando y gritando “Tarla, Tarla…”, que así es como llamaba ella a su amiga ante la ausencia de la “c” en su todavía pequeño vocabulario. Mientras llega esa letra, “Tarla” es Carla igual que “tata” es caca, “hortata” es horchata o “toto” es nuestro perro Coco. Me la imagino diciendo esas palabras y no puedo evitar que se me escape una sonrisa de oreja a oreja.
Hace unos días, tras otras cuantas despedidas traumáticas que acabaron en lágrimas, volvimos al parque que tenemos justo al lado de casa. Mara llevaba un buen rato jugando con otros peques con globos de agua, mojándose y llenándose de barro a partes iguales, cuando apareció Carla. Fue verla y salir pitando hacia ella. Entonces, ya de su mano, nos miró a la mamá jefa y a su papá en prácticas mientras nos señalaba a su amiga y nos decía: “Tarla, Tarla”. Estaba rebosante de felicidad. Quiero pensar que se dio cuenta de que unos días antes no la habíamos engañado cuando le dijimos que volvería a ver a Carla porque la despedida, aunque entre lágrimas como todas, no se extendió tanto como otras precedentes. Algún día, más pronto que tarde, Mara entenderá que, aunque duelan, los hasta siempre son minoría en una vida repleta de hasta luegos, hasta prontos y hasta mañanas.
Y vuestros peques, ¿llevan también mal las despedidas? ¿Se encariñan con facilidad con otros peques hasta el punto de querer irse con ellos?