El pasado domingo la pequeña saltamontes cumplió su segundo mes de vida y, para celebrarlo, sus papás la obsequiaron con una visita a la pediatra para la revisión de los dos meses (Mara, que nació muy renacuaja, ya está por encima de la media en altura y progresa adecuadamente en lo que a peso se refiere). Lo que no le dijimos a nuestra bebé antes de salir de casa es que esa revisión llevaba aparejada la primera tanda de vacunas. Tres pinchazos en concreto. Quizás porque ni siquiera nosotros queríamos pensar en ello. La mamá hasta pasó mala noche sabiendo que a la niña de sus ojos le iban a hacer daño al día siguiente…
El papá en prácticas, por su parte, optó en un principio por no darle demasiada importancia al asunto. Total, ¿Qué son tres pinchazos? Ni se entera uno… Pero la cosa cambió cuando, ya en la sala de la enfermera, ésta sacó a relucir las agujas y apuntó con ellas a Mara. La pequeña, que no era consciente de lo que se le venía encima, sonreía alegremente tumbada sobre la camilla. Desde hace unas semanas se pasa los días sonriendo, especialmente cuando papá o mamá le susurran palabras llenas de cariño. Entonces hace todo el esfuerzo del mundo para hablar y suelta sonidos (y algún “ajo”) que supongo que significarán algo en ese idioma que los papás olvidamos en cuanto aprendemos el que hablan los adultos. Y sonríe. Sonríe mucho con cara de pícara. Y de vez en cuando hasta nos regala una sonora carcajada.
Sonreía también sobre la camilla, como venía diciendo, cuando la enfermera le puso la primera inyección. Y esa sonrisa se transformó en un abrir y cerrar de ojos en el llanto más desconsolado que le hemos escuchado hasta la fecha. Creo que no se me va a olvidar nunca ese cambio tan repentino en su expresión. De la noche al día. De la alegría al dolor. A partir de ese momento, el drama papá ya no pudo mirar más, mientras la drama mamá (más valiente ella), contenía como podía las lágrimas al ver los gestos de dolor de su pequeña.
Dos minutos después, Mara ya parecía haberse olvidado de todo. Mientras, sus drama papás seguían con el “ay” en el cuerpo y la mamá renunciaba ya a ponerle pendientes: “Que se los ponga ella cuando sea mayor si quiere, que yo no quiero pasar por esto”. El papá, por su parte, intentaba empezar a asumir todo lo que queda por delante. Uno no es consciente realmente de lo que sufren los padres hasta que llegado el momento le toca ejercer como tal. Puede intentar ponerse en su lugar, pero nunca experimentar realmente esa sensación hasta que la vive en sus carnes. Nos vestimos desde ya con el traje de drama papás.