Cuando nuestros hijos empiezan a dominar el lenguaje los padres entramos de lleno en una fase tan divertida (ya comenté en un post reciente, por ejemplo, las simpáticas conjugaciones que hacen de los verbos irregulares) como tensa, porque a la vez que ellos hablan por los codos, lo hacen sin filtro alguno, disparando a discreción sin atender a las consecuencias. Por regla general, éstas consecuencias se traducen en una padre ruborizado (sin saber a dónde mirar o diciendo “este niño no es mío, no lo conozco de nada”) que, por lo bajini, es incapaz de reprimir una sonrisa que se convierte en carcajada en cuanto se diluye la tensión del momento. Supongo que los que tengáis niños entre los 2 y los 4 años sabéis de lo que os hablo. Maramoto ha cogido en las últimas semanas carrerilla y está poniendo a prueba nuestra tolerancia a la vergüenza. A la vez, eso sí, está consiguiendo que nos riamos a carcajada limpia cada dos por tres.
La semana pasada, sin ir más lejos, estábamos comiendo en Bambubox, un restaurante tailandés en el centro de Madrid que por cierto aprovecho para recomendaros encarecidamente. Sentados ya en la mesa, a Mara le entraron ganas de hacer pipí. Y allí que me fui yo con ella al váter de las chicas (porque ella sólo hace pis en el váter de las chicas). Una vez en él, la pequeña saltamontes hizo pis pero también un poco de caca (¡Oh, sorpresa, que ella solo hace caca en el pañal!). Y bueno, eso de hacer popó en el váter le fascinó por completo. Tanto que salió de los baños y sin esperar a llegar a nuestra mesa, compartió lo sucedido a voz en grito con la mamá jefa: “¡Mamá, he hecho caca en el baño!”. Creo que lo repitió dos o tres veces. Cada vez más fuerte. La gente, que en aquel momento comía, la miraba entre divertida e incrédula mientras nosotros, que no sabíamos dónde meternos, intentábamos frenar su ímpetu no fuese a ser que a alguien le sentase mal el Pad Thai…
Unos días antes, por su parte, de vuelta a casa desde el parque, tuvo lugar el hecho que puso en marcha esta serie de frases sin filtro. En nuestro barrio vive un enano, pero como siempre está sentado en el bar con una cocacola o una cerveza en la mano, la pequeña saltamontes nunca ha reparado en su presencia. Aquel día, sin embargo, el señor caminaba por la acera de enfrente (que al ser una calle peatonal solo está separada por un pequeño jardín de la nuestra) cuando Maramoto se quedó mirándolo con extrañeza. Creo que estuvo reflexionando unos instantes, asimilando lo que estaba viendo, antes de decirme (chillando, por supuesto): “¡Mira papá, un abuelo pequeño!”. “Que me aspen”, pensé. Y el señor, que además no es abuelo porque ni siquiera tiene edad para ello, tuvo a bien hacerse el despistado mientras yo intentaba dar alguna explicación a Mara y lloraba de risa para mis adentros. Qué momento, por favor. Subí a casa y no podía ni contárselo a la mamá jefa. La risa me ahogaba las palabras.
Porque claro, aún me estaba recuperando del MOMENTO, así en mayúsculas, cuando unos pasos más hacia delante nos topamos con un perro que hacía caca apaciblemente en el jardín. Para poneros en antecedentes, os diré que el barrio suele estar plagado de heces de perros que la gente no recoge, así que la mamá jefa suele decir aquello de “qué gente más cerda”. Yo no sé qué mezcla hizo Maramoto en su cabeza, pero cuando pasábamos por detrás de la dueña soltó a bocajarro: “¡Mira papá, un perro cerdo, está haciendo caca!”. Y claro, yo que venía ya con la risa floja, me derrumbé por completo mientras entre carcajada y carcajada intentaba explicarle que los perros no son cerdos, que cerdas son las personas que no recogen sus cacas. Luego me arrepentí de ello. Ahora temo que la próxima vez que vea a un perrito cagando diga sin filtro alguno que el dueño o la dueña son unos cerdos. Y entonces, a ver qué hago…
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