Mucho se habla, y con razón, de las intrincadas raíces que siguen sustentando una sociedad desigual en la que ser mujer equivale a discriminación. Las causas van de lo evidente a lo sutil: actitudes sexistas en la familia, educación segregadora, juguetes, cuentos y películas románticas. Quizá si en el cine amar no equivaliera a sufrir habría menos tolerancia al maltrato, si el juego fuese libre no perpetuaríamos roles, con menos cuentos de hadas nadie esperaría príncipes azules.
Sueño con que mi hija viva en un mundo sin diferencias en el que las muertes por maltrato sean un estigma del pasado. Soy consciente de mi responsabilidad porque en la infancia cada detalle importa, sienta las bases del adulto que reproducirá viejos roles o luchará por mejorar las cosas. ¿Puede la desigualdad comenzar en un disfraz de princesa? Seguramente sí: los cuentos de hadas marcaron a fuego a mi generación y las siguientes. Pero Inés no conoce a Blancanieves, ni sabe que la Bella Durmiente esperó durante cien años; me pregunto qué ve en ese vestido lleno de volantes y brillos. Quizá le atraiga sólo porque es lo opuesto a su vida real, porque una prenda o un color no significan nada hasta que la experiencia los va llenando de connotaciones. Y ahí está nuestro reto: cambiar la historia y eliminar los modelos que tanto daño hicieron, educar mujeres fuertes que serán lo que quieran, princesas o plebeyas, pero siempre libres.