Copito

Desde hace algunos meses estoy participando del taller de escritura narrativa realizado por Mova. El ejercicio consistió en contar por qué quisimos ser profesores.

Comparto mi historia.

COPITO
Cuando era pequeña, tenía en mi pieza una gran silla de mimbre en la que sentaba todos mis peluches, que eran más de veinte. Pero había dos que sin lugar a dudas eran mis favoritos: un oso amarillo gigante que mi papá le había regalado a mi mamá en una ocasión especial y un conejito blanco con un overol rosado que me regalaron el día que nací. Se llamaba Copito.
Jugaba con ellos todo el día, pero definitivamente mi actividad favorita era cuando llegaba por las tardes y me dedicaba a enseñarles todo lo que había aprendido durante en el colegio. Tenía un pequeño tablero con muchas tizas de colores para poder escribir y dibujar todo lo que quería que ellos aprendieran.
En ese entonces si alguien me preguntaba qué quería ser cuando fuera grande, mi única respuesta era: ¡ser profesora!
Con el paso de los años, algunos de mis peluches fueron dejando mi silla. Los iba regalando o dejando como herencia para mi hermana pequeña. Pero mi oso, Copito y algunos otros permanecían en mi cama, pues seguían siendo muy especiales para mí.
Ya no me sentaba a explicarles y enseñarles a ellos lo que aprendía, pero seguía estudiando como ellos me habían enseñado: leía el tema y después lo trataba de explicar en voz alta. Si no podía decirlo con mis propias palabras, era porque no lo había aprendido bien y entonces lo repasaba, hasta que me sentía capaz de enseñárselo a una persona.
Un día había estudiado para un examen, pero no me sentía segura, por lo que le pedí a una compañera que se sentaba conmigo todos los días en el bus del colegio, si podía estudiar con ella. Ella hizo las veces de uno de mis peluches y escuchó toda mi explicación. Al finalizar me dijo: “Deberías ser profesora. Lo explicaste mejor que la Miss”. Así comencé a estudiar con ella en los caminos al colegio. Yo vivía en el barrio Conquistadores, en Medellín, y mi colegio quedaba en Envigado. Pasaba en el bus del colegio alrededor de una hora por la mañana y otra más por la tarde, por lo que el tiempo era más que suficiente.
De repente, el rumor comenzó a correrse entre mis otros compañeros del salón y también ellos me pidieron ayuda. Me dediqué recreos enteros a explicarles y volví a escuchar la frase: “Deberías ser profesora”.
Ese había sido mi sueño cuando era pequeña. Pero con el paso del tiempo había dejado de ser tan atractivo. Entre mis círculos de amigos no estaba muy bien visto ser profesor. Todos aspiraban a ser ingenieros, estudiar negocios internacionales, o algún diseño y continuamente se burlaban de nuestras profesoras. Yo no me atrevía a decir que mi sueño era ese. Pero mientras tanto, podía jugar a serlo. De todos mis peluches, mis primeros alumnos, sólo quedaba Copito que me acompañaba en mi cama.
Sin embargo, ese amor por la enseñanza estaba allí, así que buscando algo similar, comencé a inclinarme por las humanidades. Desde pequeña mi mamá me había inculcado un gran amor por los libros, en décimo había conocido la filosofía y me había encantado. Me decía que podía estudiar Filosofía y Letras, Periodismo, Comunicación Social. Sin embargo, nada llegaba a conquistarme del todo.
En décimo, decidí dedicar la Semana Santa para irme en unas misiones de ayuda en una vereda de Antioquia. Fue una experiencia espiritual muy fuerte para mí y me llevó a tomar la decisión en el grado once de irme de consagrada. Las consagradas era una nueva modalidad de vida religiosa, muy similar a las monjas en cuanto a la vivencia de la pobreza, obediencia, castidad y la religión católica. Se diferenciaban principalmente en que no usaban hábitos y los primeros cuatro años los pasábamos en una casa llamada centro de formación realizando algunos estudios universitarios.
Todas las materias que estudiábamos me fascinaban: metafísica, teodicea, historia de la filosofía, antropología filosófica, civilización y cultura. De acuerdo a la rutina de vida que vivíamos, teníamos unas horas dedicadas a recibir clases y otras a estudiar los temas.
Allí nos dieron varias clases de metodología de estudios y fui completamente feliz al descubrir todas las cosas que podía hacer para estudiar. Aprendí a analizar, sintetizar, establecer relaciones, realizar esquemas de estudios y cuadros sinópticos de toda una materia.
Para todas mis compañeras no era así. Algunas se habían consagrado por amor a Dios y otras por querer ayudar a los demás. Pero estudiar no había sido parte de los planes de muchas y el hecho de que no entendía nada, lo hacía aún peor.
Como continuamente yo comentaba que me gustaban estas materias, que me parecían fáciles, de nuevo sucedió lo mismo que en el colegio y muchas compañeras comenzaron a pedirme que les explicara. Pronto fueron tantas que en algunos momentos hasta nos íbamos para un salón aparte a estudiar y yo terminaba dándoles una clase.
Y una vez más los mismo comentarios: “si no fueras consagrada, deberías ser profesora.”
Durante estos años de formación, dedicábamos unas horas a la semana a algo llamado apostolado. Algunas consagradas iban a colegios a conversar con niñas y ayudarlas en sus problemas, a formar grupos juveniles, dar charlas de formación católica, entre otras actividades. Al darse cuenta mis superiores de lo que yo estaba haciendo, me pidieron que dedicara este tiempo a ser auxiliar de estudios de las consagradas que estaban un año más abajo enseñándoles a estudiar y explicándoles las materias en las que tenían más dificultades. Ahora mi juego de ser profesora, se volvía cada vez más real.
Unos años después nos dieron una triste noticia de que la persona que había fundado la congregación en la que yo me encontraba, había sido abusador de menores, drogadicto, ladrón y además de ser sacerdote, tenía dos familia, una en México y otra en España. Esto me llevó a tomar la decisión de retirarme.
Al regresar a mi casa mis padres ni siquiera me preguntaron por qué. Estaban tan felices que me ofrecieron todo lo que necesitará, inclusive pagarme la carrera que quisiera estudiar para que tuviera un nuevo comienzo. Yo no me sentía muy animada de comenzar una carrera, principalmente porque me pasaba lo mismo que al final de mi bachillerato: nada me enamoraba lo suficiente.
Como parte de la bienvenida, mi hermana me entregó una caja en la que había guardado las cosas que más le hacían recordarme. Cuando la abrí, allí se encontraba Copito.
Copito con todo lo que significaba. Mi feliz niñez y las horas maravillosas enseñándole a todos mis peluches tantas cosas.
Comencé a averiguar si las materias que había estudiado durante esos años se podían convalidar por algún título en Colombia, para trabajar en eso mientras tomaba una decisión. Mi sorpresa fue enorme cuando la respuesta fue: licenciada.
Recordé a mis compañeros diciéndome en el colegio que debería ser profesora y los años tan felices que había vivido cuando había dedicado parte de mi tiempo a esto y el hecho de que entre tantas cosas, lo que mi hermana hubiera guardado fuera a Copito.
A pesar del paso del tiempo y de la lejanía, Copito y el sueño que había tenido de ser profesora habían sobrevivido. Yo no había luchado mucho por él, pero la vida se había encargado de que éste se volviera realidad.
Podría buscar trabajo como profesora.
Ahora Copito permanece en una de mis bibliotecas como ese recuerdo eterno de que mi vocación desde siempre fue ser profesora.

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