Yo no soy una buena madre. Y probablemente usted, que me lee, tampoco. Si usted ha decidido quedarse en casa y consagrase al cuidado de sus hijos es usted una madre hiperprotectora, amén de un parásito, un ser que vive a expensas de otro y a espaldas de las verdaderas preocupaciones y dificultades de la vida. Si usted trabaja fuera de casa entonces desatiende usted a sus hijos, y nadie valorará el hecho de que tenga usted que hacer verdaderos malabarismos para conciliar la vida familiar y la laboral. Lo peor de todo es que unas madres y otras van acusándose mutuamente: la que se queda en casa arremete contra la que trabaja, y viceversa, como si no fuera suficiente con recibir los ataques de los pediatras, los psicólogos, los especialistas en sueño, los periodistas, las madres, las suegras y las cuñadas.
Nosotras, las madres de hoy, aseguran ciertos psicoanalistas, somos la fuente de todos los problemas de nuestros hijos, porque tenemos demasiada fuerza y le hemos robado la autoridad a los padres. Si su hijo es hiperactivo, si tiene rabietas, si insulta a otros niños en el colegio, la culpa será siempre de usted, porque o bien le consiente demasiado o bien no le atiende lo suficiente. ¿Y dónde están esos padres a los que les hemos robado la autoridad? ¿Cuánto han luchado para defenderla? Nadie culpará al padre, nadie cuestionará nunca que el padre trabaje fuera de casa o viaje. Pero ¡ay de usted si lo hace! No solo tendrá que enfrentarse al goteo constante de comentarios más o menos directos o indirectos por parte de su madre, de su suegra, de las madres de los compañeros de cole de su retoño, sino, sobre todo, tendrá usted que lidiar con su propio sentimiento de culpa, que no la dejará vivir.
Yo no soy una buena madre. Trabajo fuera de casa y además viajo. Dejo a mi hija con canguros. Tengo novios y vida social. No le he proporcionado a mi hija ese entorno familiar estable que entronizan los manuales de pediatría y las revistas de papel couché. No soy una buena madre pero pago las facturas de mi hija (el colegio, la comida, los canguros, la ropa, los juguetes, el pediatra y, muy a mi pesar, las Barbies), apenas duermo para poder llevarla al colegio todos los días, dedico la mayor parte de mi tiempo libre a su cuidado y todo mi espacio mental a pensar en ella. No soy una buena madre, como no lo somos ninguna. Es lo más parecido a lo que vivíamos en la primera adolescencia. La que intimaba con los chicos era una puta, la que se resistía era una estrecha: no había término medio. El caso es que nunca llueve a gusto de todos y una mujer nunca hace las cosas bien.
A la madre nunca se le valora lo que hace y para colmo no tiene derecho a quejarse, so pena que se le diga que… es una mala madre.
Nuestra sociedad es perfeccionista y quiere individuos perfectos. Superhombres que se afeiten con acabado impecable, que conduzcan coches que apenas hagan ruido, que vayan al gimnasio tres veces por semana. Supermadres de brillante sonrisa y silueta juncal, triunfadoras en todos los ámbitos, adoradas por sus maridos y respetadas por sus jefes, y criadoras de niños sanos y emocionalmente estables. Nuestra sociedad ha convertido el goce en un modelo, y el goce inmediato en el valor supremo. Y un niño no es goce ni inmediatez. Un hijo implica renuncia y perspectiva. Y sobre todo, implica aceptar que la perfección no existe.
Usted, que me lee ¿está con los nervios de punta porque no le da tiempo a hacer todo lo que debería?, ¿tiene diez kilos de más?, ¿no tiene tiempo para ir al gimnasio y, si lo tuviera, lo emplearía en dormir?, ¿desearía que a veces fuera él el que se ocupara de la compra, de la colada, de los biberones y de la visita al pediatra?, ¿a veces se enfada, a veces está harta, a veces llora y a veces, mucha veces, no está en condiciones de dar lo mejor de sí misma? Estupendo. Bienvenida al Club de las Malas Madres. Recuerde: no somos las mejores pero somos la mayoría.
Como Mala Madre que es usted, seguro que cuando nació su hijo se compró todos los manuales de pediatría y parenting habidos y por haber. En unos, le aseguraban que debía usted practicar el “colecho”, es decir, que debía dormir con su hijo o hija porque “en todas las sociedades tradicionales los bebés duermen con su madre hasta que tienen dos años, ya que el bebé necesita sentir el olor de su madre”. En otros, le decían que su bebé de ninguna manera debería dormir, no ya en su misma cama, ni siquiera en su misma habitación, y que no debía cogerlo en brazos si lloraba a riesgo de convertirlo en un llorón crónico. Puede que le sucediera, como me sucedió a mí, que un primer pediatra insistiera en que le diera al bebé el biberón a horas determinadas, respetando el horario escrupulosamente, por mucho que la criatura llorase, y que un segundo pediatra recomendara la lactancia a demanda, es decir, que se le diera de mamar o el biberón al rorro siempre que lo pidiera, desacreditando la opinión y las capacidades profesionales del primero. Ante opiniones tan distintas y contradictorias entre sí la Mala Madre, que se esfuerza por ser la Mejor Madre Posible, acaba por encontrarse más perdida que un bebé en un bosque. La Mala Madre que yo soy optó por dormir con su hija y, desde luego, nunca le ha dejado llorar sin salir corriendo a cogerla en brazos. Y siempre le ha dado de comer cuando lo ha pedido. Puedo asegurar que a día de hoy mi hija de cuatro años duerme en su cama, solita, de un tirón y que come como una lima. Garantizo asimismo que mi opinión sobre la profesión médica es tan contradictoria como las opiniones de los propios especialistas. Necesito a los médicos, pero no confío ciegamente en ellos. Y cuando hace falta, me fío de mi instinto.
Este libro no viene avalado por pediatra, psicólogo o especialista infantil alguno. Lo hemos escrito un profesor y una madre. Tampoco es un libro de parenting, ni pretende serlo. Es el testimonio de lo que hemos vivido y, a veces, hablamos también de lo que hemos leido. A ambos nos une nuestro amor por los niños, que, en el caso de mi compañero, determinó su vocación. También nos une el hecho de que en su momento nos leímos todos los manuales de parenting que había en el mercado, el uno con la intención de poder aplicar sus “sabias” (es un decir) enseñanzas en el día a día de su colegio y la otra con la esperanza -vana- de poder llegar a ser algún día La Mejor de las Madres Posibles. En la mayoría de los casos nos encontramos con traducciones de manuales norteamericanos que nos contaban que Timmy debía negociar con su madre sobre si era mejor cenar a las seis y media en lugar de a las seis porque de cinco a seis tenía entrenamiento con el equipo de baseball o que Lisa debía hablar con su padre si quería tocar la caja de herramientas que había en el cobertizo. Dado que nosotros vivimos en pisos de setenta metros cuadrados, cenamos a las ocho y media y no tenemos ni idea ni de baseball ni de frisby, los ejemplos nos pillaban un poco a contramano. En los libros españoles nos sorprendió el tratamiento ultra conservador que se les daba a ciertos temas. Si uno lee a según que autores se diría que al niño hay que domarlo antes que quererlo y, sobre todo, que hay que desconfiar de la criatura por principio. También resultaban excesivamente culpabilizadores para la madre sobre la que cargaban, cómo no, toda la responsabilidad – por no decir culpa – de los problemas o fracasos de los hijos. En casi ninguno se hablaba de madres solas, de familias monoparentales o de familias con dos padres o madres del mismo sexo. Y el lenguaje resultaba francamente poco asequible.
Así que mi compañero (compañero en la escritura de este libro, que no sentimental) y yo decidimos escribir un libro sobre nuestra experiencia con niños, como profesor él y como madre yo. Ya hemos dejado claro que no somos pediatras ni psicólogos ni eminencias de ese tipo. También hemos dicho que no queremos encasillar este libro en género alguno. No es un libro de parenting ni un manual. Tampoco, desde luego, es una novela, aunque algunas de las cosas que contamos merecerían figurar en alguna.
Lo cierto es que muchos libros sobre parenting españoles están escritos por periodistas, no por psiquiatras o psicólogos. Uno de los pocos que está escrito por una psicóloga con “a” viene firmado, precisamente, por una mujer que no tiene hijos. No pretendemos que nuestra opinión sea de más peso que la de otros, pero sí sabemos que va a ser distinta. Esperamos también que este libro sea ameno y entretenido. Y que usted, padre, madre, profesor o profesora que nos lee, se identifique con nuestros problemas y conflictos diarios y caiga en la cuenta, como nosotros hicimos hace tiempo, que no existen ni la madre ni el padre ni el profesor ni la profesora perfectos.