Y es que estar enamorada del amor suena precioso. Casi como un cuento de hadas de esos infantiles que nos han contado tantas veces. Y que tantas veces nos han hecho daño, haciéndonos creer que el amor es aguantar, es esperar, es dejarte salvar. Es ofrecer tu vida.
Yo he estado enamorada del amor. Yo he esperado. He esperado ese abrazo a medianoche, cuando más lo necesitas. He esperado una mirada especial, que me diga que tu también esperas de mi. He esperado que, con el paso de los días, la tristeza se convirtiera en amor reconfortante.
¿Qué esperan de mi? ¿Esperarán también ese abrazo? ¿Esa mirada? ¿Esperarán que algún día yo no espere nada? ¿Qué me conforme con lo poco o lo mucho que dan?
Me encanta estar enamorada. Y es por esto que creo que muchas veces el amor me ha hecho la zancadilla, esperando que cayera antes de volver a caer. Pero una se vuelve adicta a los sentimientos, incluso a los más dolorosos. A los que te dicen que te vayas, que no esperes, que no ofrezcas.
Y cuando ya has esperado más de mil noches, un día encuentras que esa tristeza pausada empieza a caminar. Que se vuelve reconfortante, que ya no esperas de la otra persona, sino de ti misma. Esperas que llegue la medianoche para abrazarte, para mirarte al espejo y decirte que te quieres. Y recordarte que nunca debes dar tu vida por nada ni por nadie. Ni siquiera por el amor. A veces, la mayoría, es el que menos se lo merece.