Últimamente me ha salido una vena antropológica que es especialmente sensible en bares y cafeterías, como si allí y no en otro lugar pudiese estudiar científicamente los rasgos y características de la socidad occiental, la española en concreto, en el siglo XXI. Entre cafés, tartas, helados, cookies, cupcakes, bocadillos de calamares, bravas y platos de pasta me siento un poco Nigel Barley intentando entender las costumbres del pueblo dowayo en el Camerún profundo. Con la diferencia, eso sí, de que a mí me es más fácil entender a mis congéneres de lo que le fue al bueno de Nigel (no dejéis de leer ‘El antropólogo inocente’). Yo hasta puedo verme reflejado en ellos, aunque a veces me espante lo que veo desde la atalaya crítica que me ofrece mi vena antropológica.
¿Sabéis que es lo primero que hacen una gran parte de ciudadanos al sentarse en una mesa de una cafetería? Sacar el móvil del bolsillo y ponerse a trastear con él. Da igual que estén solos, que vayan con su pareja o amigos o que hayan salido a merendar con sus hijos. Lo primero el smartphone, que las notificaciones de whatsapp, facebook y twitter no pueden esperar. Y no, no es que lo miren para consultar la hora. Se quedan en él, absortos, ajenos a todo cuanto ocurre a su alrededor. El viernes, sin ir más lejos, estábamos merendando en Cacao Sampaka (si venís por Madrid y os gusta el chocolate, imprescindible) cuando entró una pareja de unos treinta años. Se sentaron, cada uno cogió su móvil y a vivir. Creo que alguna palabra intercambiaron, pero estaba claro que lo importante en sus vidas estaba en esos momentos en las pantallas de sus smartphones. Quizás hasta conversaban por ahí entre ellos en un grupo de whatsapp. Quién sabe. Hoy en día pasan cosas así de raras. Hace unas semanas, en otra cafetería, madre y padre actuaron exactamente igual mientras merendaban con su bebé de apenas un año. Hubo un momento de la tarde en el que el papá se quedó a solas con su bebé mientras la mamá pedía en la barra. Abducido por el móvil, no tuvo ni un gesto para la niña. En el colmo del despropósito están los padres que, además de desaparecer tras las pantallas de sus teléfonos, ponen en las manos de sus hijos una tablet para entretenerlos. Y para que no molesten, “que para un rato que salimos no quiero estar escuchándoles”. De estos últimos vemos cada vez más. Imagino que debe ser la educación moderna. O algo así.
No soy el mejor ejemplo en nada. Tampoco para esto. Tengo un trabajo que me obliga a estar permanentemente atento al móvil, a las alertas de google y a la actualidad. A nivel personal he dejado de interactuar bastante cuando estoy en casa por whatsapp (mis compañeros los papás blogueros pueden dar fe de mi escasa participación en nuestro grupo) y de Facebook y Twitter desaparezco los fines de semana. Aún así, reconozco que me he impregnado de esa necesidad creada por Instagram de sacar una foto de todo (perdiéndome mientras busco el encuadre parte de lo que vivo), que cuando juega el Barça necesito de forma casi imperiosa ver en la aplicación del Marca cómo va cada cinco minutos (herencia paterna), y que de vez en cuando se me va el ojo a las notificaciones generadas por un papá en prácticas. Nigel Barley me consideraría de la tribu. Seguro.
Sin embargo, a diferencia de lo que veo últimamente por bares y cafeterías, nosotros, salvo por razones de fuerza mayor, prescindimos de los móviles cuando estamos en la mesa. Sea en casa o en un restaurante. En casa ni siquiera tenemos la tele a la vista desde la mesa del salón, para evitar, como diría Albertucho, que los presentadores tengan a nuestro cerebro prisionero en el país de los televisores. La mesa (siempre, pero más aún cuando es con niños) debería ser un lugar de conversación, un espacio para explicarles lo que sucede a nuestro alrededor, un lugar para prestarnos atención y conectar con el presente en un mundo en el que siempre parecemos ir corriendo hacia el futuro mientras huímos del pasado. Disfruto mucho más de cada merienda y cada comida con mis dos amores desde que nos preocupamos única y exclusivamente del momento, de vivirlo tal y como hacíamos hace no tanto, cuando nuestra vida no dependía de un doble check in o un me gusta.
“El niño se educa en la escuela, pero mucho antes, desde que nace, está siendo instruido, en cada pequeño acto, a comprender lo que ve, a imaginar, a valorar también cada mirada que se le dirige. En un restaurante, un niño adquiere incontables habilidades; dejando a un lado los modales, también aprende a disfrutar de la vida”, escribía Elvira Lindo a propósito del tema en un artículo de principios de año publicado por El País. Como ella se imaginaba en aquel artículo, yo también me hubiese levantado y hubiese sacudido a esos padres para recordarles que sus vidas no están tras una pantalla de cinco pulgadas, sino frente a ellos. En el mundo real. En forma de hijos deseosos de conversar, jugar y aprender de su mano de todo cuanto acontece a su alrededor, que aunque a nosotros nos pueda sonar a rutina, para ellos puede ser tan fascinante como un rito dowayo para Nigel Barley.