Una casa grande, un jardín con césped, escaleras, un ático y un perro bonito. De esos de anuncio con cara de bonachón y de los que paseas orgullosa esperando a que te digan: “¡pero qué bonito es!”
Así me veía yo misma allá por el 2009 cuando ni corta ni perezosa me encapriché de un chalet apartado del mundanal ruido de la ciudad con cuatro plantas y tres cuartos de baño. Ay de mí. No sabía lo que me esperaba.
De esto que imaginaba yo mi casa como ese lienzo en blanco al que se enfrentan los pintores con ganas de crear algo nuevo. Yo sólo pensaba en muebles y suelos brillantes. En puertas blancas y en cocina americana. En un baño en suite con columna de hidromasaje y en una chimenea. Pensaba en mi perro imaginario. En llegar a casa, quitarme las botas como los british de campo y sentarme en una butaca con vistas y un té en la mano mientras mi perro se acostaba a mis pies.
En estas estábamos cuando, sin pensar, como la mayoría de las cosas que hago yo, vimos un beagle precioso a través de un cristal. Éste es mi perro. Lo quiero. Ya.
Se llama Peter y tiene seis años. Seis largos, destrozones y agotadores años de vida que nos tienen baldaítos.
Recuerdo el día en que llegó a casa por primera vez. No podía subir las escaleras. ¡Qué gracioso oiga! Era todo orejas y ojos tristones. Le pusimos su camita en el cuarto de la lavadora. Con una ventana, calefacción y una mantita justo al lado por si le entraba frío en mitad de la noche. Esto último es ridídulo y absurdo (lo sé) a no ser que tu perro sea más listo que Los Ratones Coloraos y se eche la manta por encima cuando arrecia.
Un día, cuando llegué de trabajar bajé corriendo a saludarlo y al abrir la puerta una especie de sombra se cernía sobre mi frente. Es de esas veces que no sabes exactamente qué ocurre pero sí sabes a ciencia cierta que hay algo fuera de su lugar. En estas estaba yo medio embobada, cuando al levantar la vista vi el marco de la puerta sacado de cuajo manteniéndose, a duras penas, en pie. Fuera de su sitio natural. En el medio de la habitación. Como flotando el pobre sin saber a dónde ir. Desorientado, como yo.
Pregunta retórica que hacemos cuando hablamos con los perros: ¿Qué ha pasado aquí? le dije a Peter.
Me acuerdo perfectamente que intenté a duras penas encajar el objeto en su sitio de origen y al bajar la vista hacia el suelo, una parte como de unos 6 cm más o menos había desaparecido. Volatilizado diría yo porque busqué y busqué y nunca más hallé.
El misterio del trozo de marco nunca se resolvió pero ese fue el comienzo de seis años de rodapiés comidos, espumas engullidas, patas de sillas raídas y cualquier otro objeto, por raro y poco apetecible que sea y que se encuentre en el suelo al paso de Peter.
Si algo está en el suelo, lleva su nombre. Es así y es mejor que lo asumas.
Unos especialistas caninos, o sea, amigos y conocidos con perros que obedecen, nos dieron la receta mágica para evitar esas comilonas de patas de sillas y mesas. Un poco de aceite y cayena picada a cascoporro. Eso lo untas bien bien en los bajos de los muebles y ya verás cómo ni se acerca.
Plan Failed. A Peter le encanta el picante. Peter no cuestiona. Es comida. Punto.
Para el resto de los miembros del clan el resultado fueron dos días enteritos sin pisar la cocina bajo peligro de desgarramiento faríngeo.
Se supone que la adolescencia es dura. En el caso de mi beagle Peter, el pavazo va para seis primaveras.
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