Mi hijo se hace mayor. Cada día está más alto, lee con mayor fluidez y parece cada día más una persona adulta a tamaño reducido. Pero en ese rápido ascenso desde los balbuceos y tímidos gateos a la palabra correctamente pronunciada y los pasos firmes, a veces observo pequeños pero significativos frenazos.
Mientras que, por la mañana, es un gran muchachuelo entrando en el colegio y empujándome con fuerza para que me vaya cuanto antes (no vaya a ser que le vean sus compañeros y le crean un niño pegado a las faldas de mamá), por la noche reclama el arrullamiento maternal sin ningún tipo de problema.
¿Será por qué en unos casos hay público? ¿Será que la ausencia de luz en la noche le hace sentirse indefenso? Lo cierto es que no lo sé.
Aunque sí puedo pensar que en su pequeña cabecita se lidia un intenso duelo entre el bebé que aún quiere seguir durmiendo en brazos de mamá y el niño que quiere crecer y avanzar por la vida a pasos agigantados.
Y mientras, ¿cuál es mi papel? Pues, equivocado o no, intento seguir sus pasos, como si de un baile se tratara, dejando que él nos guíe y preparados para agarrarlo si en un giro inesperado está a punto de caer.
Creo sinceramente que es importantísimo dejar que el cordón umbilical del afecto maternal se vaya cortando de manera progresiva, no cortarlo de cuajo como a veces alguien me ha insinuado. Observar, guiar, dirigir y apoyar. Para que no sientan de repente la ausencia de cariño ni se sientan atrapados en unos brazos protectores, a la par que opresivos, que no le dejan avanzar.
En el camino hacia la madurez, los padres deberíamos ser como ese compañero fiel que nunca nos defrauda.