Hace unas semanas me leí ‘Momentos de inadvertida infelicidad’ de Francesco Piccolo, un libro ameno y divertido, ideal para el verano y las vacaciones, y pensé que a su manera, y también desde una perspectiva irónica y cómica, la maternidad/paternidad también está llena de momentos de inadvertida infelicidad. Entonces, sin embargo, decidí hacer un post sobre los momentos de inadvertida felicidad, que también son muchos y parece que en la era del positivimo de Mr. Wonderful venden más. Pero no me iba a olvidar de los primeros, por supuesto, así que hoy os traigo mis momentos de inadvertida infelicidad:
Cuando voy a hurtadillas, sigiloso como un espía en la guerra fría, a comerme unos pistachos, ése placer adulto, y Mara me pilla en pleno delito. Y entonces se apodera los pistachos. Y tengo que suplicarle para que me deje probar uno.
Cuando vamos a la heladería Alboraya y nos pedimos un helado. Yo de sabores cítricos. Ella de chocolate y vainilla. Y entonces me dice, ¿Puedo probar, papá? ¿Un poquito?. Y cuando me doy cuenta su helado es suyo, pero el mío ya es de Mara y de papá.
Tengo a las mañanas laborables por el peor momento del día. Me despierto muy pronto (6:30) si tenemos en cuenta la hora a la que entro a trabajar (9:00) y que vivo a diez minutos andando de mi trabajo, para recoger lo que quede pendiente de la noche anterior y ducharme y desayunar tranquilo. Pero a partir de las 7:50 que despierto a Mara mi vida se convierte en una exigente sesión de CrossFit por salir de casa a una hora prudente para dejar a la peque en la escuela infantil y llegar puntual a mi puesto de trabajo. Entre el remoloneo, el hoy no quiero que me vistas tú, quiero que me vista mamá, y el esfuerzo titánico que supone ponerle el pañal o una horquilla en el pelo, llego al trabajo agotado. Y todavía son las nueve de la mañana. Y todavía quedan como mínimo 14 horas para volver a acostarse. Ése desolador pensamiento.
Cuando Mara se duerme la siesta y, tras recoger toda la casa y hacer todas las tareas que teníamos pendientes, ves al sofá llamándote para que descanses un poco, leas un libro y cierres los ojos. Y cuando por fin posas tu cuerpo en él y sueñas con relajarte, Mara se despierta de la siesta.
El mismo momento de antes, cuando la mamá jefa y un servidor decidimos aprovechar ese tiempo en cosas más íntimas. Aquí la infelicidad es más advertida.
Cuando tras una noche de las malas con mil y un sobresaltos nocturnos de la pequeña saltamontes, te despiertas híper cansado y miras el reloj deseando que aún sean las tres de la madrugada y te queden tres horas y media más de sueño por delante. Y son las 6:25 y sabes que tu despertador va a sonar en cinco minutos.
Cuando barres y friegas el salón y un microsegundo después Maramoto tira sin querer todo un vaso de bebida de avena al suelo. Y no contenta con ello lo pisa, divertida, dejando huellas por toda la casa.
Cuando por cualquier motivo (estás solo, es tu turno o en el sorteo sale tu nombre) tienes que cambiar una caca y al quitar el pañal ves la plasta repartida por cada milímetro del trasero de tu bebé (y de su espalda baja) y sabes que de ésa no vas a salir airoso ni con todas las toallitas del mundo.
Cuando enciendes la televisión una noche para ver una serie y aparecen en pantalla algunos de los dibujos animados que emiten en Clan. Y sabes que cambiar de canal te va a costar un disgusto. Y lamentas esa manía tuya de dejar la tele en standby en vez de apagarla del todo, que además ahorra energía.
Cuando una noche consigues ver ese capítulo de la serie y te quedas traspuesto antes de la primera media hora de metraje. Y no puedes con la vida. Y sólo quieres dormir. Hasta el infinito. Pero resulta que tu hija no tiene tanto sueño. Y que tiene ganas de parranda. Y te desvelas.
Cuando tu hija te dice que quiere bajarse la bici a la calle (o el patinete en su defecto) y al llegar abajo y andar diez metros dice que ya está cansada y que no lo quiere más. Y asumes que como te pasó ayer (y antes de ayer, y antes-antes de ayer…) te va a tocar cargar con la bici toda la tarde.
Cuando bajas desde el tercero en el que vives, sin ascensor, con la niña en brazos, y al llegar abajo te entra la duda de si has apagado la luz o no. Esa duda.
Cuando vas a comprar con el carrito de la compra y tu peque subida en él, feliz como una perdiz, pero al finalizar el paso por las tiendas, con el carro lleno, tu hija decide que ya no quiere andar más. Y tienes que volver con ella en un brazo mientras tiras de un carro cargado hasta los topes con el otro.
Esa misma situación al llegar a casa y saber que vas a tener que subir los tres pisos así. Y que cuando llegues a la puerta de entrada la sesión de CrossFit de la mañana te va a parecer una broma.
Cuando tu hija hace o dice algo muy molón y te da una idea para un post, justo ahora que con el calor estás tan espeso, y no la apuntas. Y cuando quieres ponerte a escribir sabes que pasó algo, pero ya no recuerdas qué era.