Hay algo que me admira profundamente de los padres, en particular, y del ser humano en general: Nuestra capacidad para resetear, para volver a empezar de cero cada día, independientemente de cómo se hubiese dado el día anterior. Me parece maravillosa esta cualidad que a menudo nos pasa desapercibida, que muchas veces ignoramos pese a que convivamos cada día con ella, pese a que nosotros mismos seamos el mejor ejemplo posible en ese sentido. Más veces de las que imaginamos. Este post llevaba en borradores, con solo una línea escrita, desde el día del segundo cumpleaños de Mara. Aquel día fui consciente de esa capacidad innata que tenemos los padres para hacer borrón y cuenta nueva, para pasar página, para conseguir que a un día negro le siga uno de colores. Para saber que otros días vendrán. Y que también esto pasará.
Le decía Clint Eastwood a Hilary Swank en Million Dollar Baby que “hay magia cuando sigues luchando más allá de tu resistencia. La magia de darlo todo por un sueño que nadie más ve a parte de ti”. Puede que al convertirnos en padres veamos ese sueño que escapa a la capacidad de percepción del resto de mortales. Y puede que sea eso lo que genere la magia que nos invita a seguir luchando más allá de nuestra resistencia, de las noches en vela y del agotamiento acumulado. Puede. Lo cierto es que sobrevivimos y demostramos una asombrosa facilidad para resetear. Está bien que de vez en cuando nos digamos algo bueno a nosotros mismos, que entre tantos miedos, tantos temores y tantas dudas (¿Lo estaré haciendo bien?; ¿Estaré dándole a mi hija lo que necesita?; ¿Qué clase de padre soy?; No soy un buen padre… ), tengamos la capacidad de alejarnos un poco, mirarnos desde fuera, con perspectiva, y ver que tenemos cosas buenas, que poseemos aptitudes en las que apenas reparamos, pero que nos ponen en valor. Para mí, sin lugar a dudas, la capacidad de resetear en una de ellas.
Como comentaba, lo vi claro el 8 de octubre, cumpleaños de Mara. Y me di cuenta de que no era algo puntual, sino que se repetía a menudo, aunque hasta entonces no me hubiese dado cuenta. El día anterior al cumple fue horrible. Estrés en el trabajo, la mamá jefa estresada en casa entre el trabajo y la peque, labores domésticas, Maramoto on fire, llorando, chillando y enrabietándose por todo, en un bucle que parecía no llegar a su fin porque tanta frustración le impedía conciliar el sueño… No recuerdo este extremo, pero si no acabamos llorando antes de caer rendidos en la cama, nos faltó poco. Estábamos superados, sin ganas de celebrar nada al día siguiente. Hasta llegué a pensar, lo confieso, que a qué mala hora me había pedido el día libre, que no tenía sentido si era para estar así. Nos acostamos como lo hemos hecho muchas veces en los últimos dos años: estresados, sobrepasados, agotados, sin fuerzas ni para desearnos una buena noche.
La noche, como de costumbre, fue caótica, llena de despertares. Sin embargo, y pese a que nos habíamos ido a la cama con una predisposición nula para celebrar el cumpleaños de Maramoto, al día siguiente fuimos como “el naúfrago que sueña con olvidar para siempre su naufragio”. Hubo magia. Quizás esa que atribuía el bueno de Clint a los que siguen luchando más allá de su resistencia. Y el día del cumpleaños de Mara, un jueves cualquiera de un octubre cualquiera, fue maravilloso. Todo fluyó como jamás hubiésemos pensado que lo haría unas horas antes. Nos levantamos con la mejor de las sonrisas, vimos a nuestra hija ilusionarse rompiendo el papel de regalo, nos hicimos una sesión de fotos para inmortalizar el paso del tiempo (que ha acelerado traicionero su paso desde que nació la pequeña saltamontes), nos fuimos a Madrid, comimos tranquilamente (todo lo tranquilamente que se puede comer con una niña que no aguanta diez minutos sentada en una silla) y nos estrenamos en el cine en familia viendo los Minions en una sesión que parecía montada para nosotros, porque fuimos los únicos inquilinos de la sala.
La oscuridad del día anterior nos quedaba ya tan lejana al volver a casa que parecía simplemente el eco de un mal sueño. Qué maravillosa capacidad la nuestra, padres del mundo.