Cuando valoramos la magia de las primeras veces suele ser demasiado tarde. La lucidez llega tras pasar sin encajar del todo por las distintas etapas como jóvenes envejecidos, treintañeros desubicados y cuarentones adolescentes. A veces, la vida es generosa y decide regalarte una segunda oportunidad. No para enmendar los errores -ya sería demasiado- pero sí para reconciliarte de una vez con el presente, para valorar en su medida una existencia que, hasta que se demuestre lo contrario, es sólo una, y siempre demasiado breve.
Una vez más, Inés ha propiciado el cambio de visión. Seguramente su llegada coincidió con ese momento que llamamos madurez en el que las cosas cobran por fin sentido, aunque en cualquier caso lo hubiese llenado todo con sus enormes ganas de vivir. Esa pasión de las primeras veces que seguro que yo también tuve y un día me abandonó, o decidí apartar por algún motivo como algo molesto, ingrato, casi vergonzoso. El primer baño en la playa, el helado de nata que se escurre entre los dedos, los castillos de arena, las mil sorpresas del teatro de guiñol.
En este verano lleno de primeras veces, para ella y para nosotros, pienso en la ilusión perdida y hallada, en la pureza maravillosa de una vida por estrenar, en el regalo inesperado de revivir la emoción de ver el mar por vez primera.
Mientras espero que mi hija despierte un día más, ávida de nuevas emociones, deseo que no se extinga su ilusión inagotable por la vida, que nos siga enseñando a apreciar los grandes milagros de cada día: la luna y las estrellas, las olas interminables, y el sonido que prefiero a todos: su risa.