De los cuatro gatos de mi casa, dos eran míos. Y ya había hablado con mi novio que cuando nos casáramos me los llevaría. Él aceptó, pero con la condición de que después adoptáramos un perro juntos.
El primer año, nosotros alquilaríamos un apartaestudio mientras nos entregaban el apartamento que habíamos comprado que tiene una terraza amplia. Así que yo acepté la adopción del perro con la condición de que fuera cuando estuviéramos en nuestro apartamento. Cabe aclarar que lo hice porque si mi esposo aceptaba los gatos, no me parecía justo decirle que no a lo del perro.
Mi esposo quería que fuera un siberiano, un pitbull o un rottweiler. Pero yo no compro animales. Estábamos ahí en la discusión de qué hacer. Yo le decía que a la fundación, en muchos momentos, habían llegado perros de estas razas que él quería. La cosa era que llegaban ya adultos y muchas veces con muchos traumas de maltrato, por lo que mi esposo me decía que era peligroso llevarles un perro así a los gatos. De todas maneras, como faltaban meses para que nos entregaran nuestro apartamento, no nos urgía tomar una decisión al respecto.
Una mañana, cuando aún vivíamos en el apartaestudio, me llamó mi esposo para decirme que en el parque de Boston estaban entregando unos cachorros pitbull en adopción. Obviamente yo le recordé lo que habíamos hablado de esperar para tener la terraza, pero sus argumentos tenían más peso. ¿Cuándo más encontraríamos un cachorro de una de las razas que él quería que estuvieran dando en adopción?
Dije que sí. Pero más porque me sentía obligada por lo que mencioné anteriormente de que él me había recibido los gatos y por mil cosas más que él siempre ha hecho por mí.
Él pequeño llegó. Lo llamamos Légolas. No voy a negar que era divino. Pero para mí era muy difícil. Con los gatos todo es tan fácil. Se limpia el arenero una vez al día y se les sirve comida y agua dos veces al día. De resto no hay nada más que hacer, que no sea estar con ellos, acariciarlos, disfrutarlos.
Con Lego todo era distinto. Para empezar había que sacarlo a pasear. El compromiso era que mi esposo lo haría por la mañanas y yo por las tardes. Aunque ese momento la mayoría de las veces lo disfrutaba, porque para llegar al parque donde otros vecinos sacaban sus perros, caminábamos a través de un bosque en el que sólo había silencio, el sonido de los pájaros y de una quebrada que pasaba por allí y eso me relajaba y desconectaba de todo, a veces llegaba tan cansada del trabajo que lo único que hubiera querido era quedarme acostada en mi cama viendo televisión o quería dedicarme a tantas otras cosas que tener que salir durante una hora me parecía un pérdida de tiempo terrible. A veces quería hacerme la boba y no sacarlo, pero cuando estábamos allá Lego corría como un loquito y podía ver que era tan feliz, que hacía un esfuerzo por hacerlo.
A parte de las salidas, el perrito orinaba por toda la casa casi que cada hora y para colmo de males, tuvo diarrea casi que todo el primer mes. Al ir a la veterinaria con él, entendimos por qué lo estaban dando en adopción. De acuerdo a lo que nos dijo la veterinaria, todo parecía indicar que él era el menor de la manada y ellos no se alimentan muy bien, ya que los hermanos no los dejan. Por esto había desarrollado unas bacterias que le causaban diarrea cada ocho días. Muy juiciosos lo llevábamos al veterinario, le mandaban un antibiótico, estaba bien dos días y se enfermaba de nuevo. Yo me quería morir cada que llegaba a la casa y encontraba ese espectáculo.
Ni que decir de cuando, pasados unos meses, se dedicó a destruir cuanto encontraba en el apartamento. Para mí llegar y encontrar libros, adornos, basureras destruidas era desesperante.
No voy a decir que no quería al perro. Pero no fui la más amorosa, ni comprensiva, ni tierna. Me daba mucho mal genio ver la casa sucia y tener que estar limpiando todo el día. Me daba rabia ver que cada día que llegaba había un nuevo daño. Muchas veces me daba pereza tener que salir con él.
Ya ha pasado un año y medio desde que adoptamos a Lego. Comencé a conocer sus miradas de amor, su compañía, su alegría. Y esto fue lo primero que me empezó a enamorarme de él. Que todo lo hace feliz. Cuando llego a la casa me espera feliz. Si alguien toca le timbre sale corriendo feliz a recibir al que sea. Si ve que me estoy arreglando para salir, se pone feliz porque sabe que lo voy a llevar a pasear y a jugar. Si ve una quebrada se pone feliz y corre a tirarse al agua, a nadar y a sacar palitos y hojitas. Si ve que me dirijo a servirle comida, corre feliz a comérsela. Ni que decir cuando ve un niño u otro perro. O cuando le llevo un hueso. Cuando ve que estamos llegando a la finca se quiere tirar por la ventana de la emoción y en cuanto lo dejamos bajar, corre sin parar por la manga persiguiendo pájaros, vacas, hojas y lo que se encuentre por el camino.
El amor por él ha crecido cada día y ahora no veo la hora de llegar a la casa para poder salir a jugar con él. Mirando esa carita de felicidad un día, comencé a tener un poco de remordimiento de conciencia por esos primeros meses con él. Por la actitud que tuve, por el mal genio, por los regaños, por no haber disfrutado de esas caminatas con él. ¡Tan hermoso que era bebé! Y me embargó la tristeza porque ya nunca lo podré volver a tener así, bebé.
Eso me sirvió además para reflexionar en términos generales, sobre mi vida en aquellos meses. Unos meses en que desafortunadamente los sentimientos que tenía por Lego eran permeados también por muchos otros problemas con mi esposo y en mi trabajo, de los que siento que la mayoría del tiempo, sólo tuve una actitud negativa.
Y de repente comprendí lo que esa persona había visto que sucedería. Ya ese tiempo pasó. Ya nunca volverá y como lo viví lo viví. La vida a veces es buena y a pesar de todo, uno tiene segundas oportunidades. Todavía tengo a mi Lego para disfrutar con él y hacer muchas cosas que no hice. Todavía tengo a mi esposo. Tengo un nuevo trabajo en el que he podido comenzar con una mejor actitud. Pero en la vida también hay cosas que no se pueden reparar y ha habido personas que fueron muy valiosas, que se han alejado de mí.
Cuántas veces hemos oído de personas que están enfrentando una enfermedad terminal o que han perdido sorpresivamente a un ser querido, que la vida es sólo una y que debemos vivir cada día como si fuera el último. Pero que difícil es aprender de las experiencias ajenas.
Como decía, la vida a veces es buena. Y conmigo lo ha sido. A pesar de las pérdidas que experimenté y que no puedo negar que me da tristeza en algunas ocasiones, la vida me dio una segunda oportunidad de intentar vivir cada día como lo hace mi Lego. Disfrutando todo, siendo feliz con todo lo que recibo cada día, mirando todo y a todos con ojos de bondad, cariño y amor, como hace mi Lego.
No sé cómo hace él para que siempre sea así. Yo me equivoco constantemente. Pero al menos en mi interior se ha empezado a generar un cambio por el que siempre le estaré agradecida a mi pequeño Lego.