Así que en ello estamos. Tras alguna vacilación, se ha convertido casi en una extensión de nuestra casa, sólo que aquí el suelo está lleno de agujeros misteriosos por los que aparecen y se esconden todo tipo de seres. Capítulo aparte es la convivencia con otros pequeños y sus adultos acompañantes, el primer escenario en el que medimos fuerzas, debilidades y miedos. Eso que llamamos socialización y no es otra cosa que hallar un espacio en el que sentirnos cómodos y nos quieran, el principal objetivo de la vida, para gran parte de los humanos al menos.
Como socializar no figura entre mis fortalezas, intento que Inés vuele libre y no se lastre con mis miedos. La lista es mayor de lo que pensaba: a no caerse del columpio sumo la preocupación por no acapararlo demasiado tiempo, por no romper juguetes ajenos, por no molestar a los demás. Y por primera vez, siento temor a que mi hija no encuentre amigos con los que jugar. Intento que no se note demasiado y permanezco a distancia prudencial mientras ella actúa, algo retraída al principio, más segura después.
Verla abrirse al mundo reaviva imágenes de mi infancia que ni siquiera recordaba. Momentos alegres, pero también de inseguridad y angustia; el temor a no merecer los afectos, la sensación de valer menos que los demás. Me pregunto si Inés lo habrá heredado, junto a la propensión a los resfriados y las canas precoces. La veo cruzar por el agujero de un seto y reír a carcajadas con otra niña, un sonido que ahuyenta fantasmas y disipa malos recuerdos. El parque no es tan terrible, después de todo.