Seguramente no era algo que pensaban de niñas, sino algo que llegaron a creer con fervor en la adolescencia porque, aceptémoslo: rebelarse a los papás en esta etapa es, por así decirlo, lo normal.
Quienes rondamos los 30 tenemos mamás educadas en familias más conservadoras y machistas, mientras que nosotras nos criamos en un contexto cambiante, con más opciones a nuestro alcance.
Al menos, ese fue mi caso. Soy la menor de tres hermanos y al crecer en los 90 estuve expuesta a una cultura que fomentó un carácter que cuestiona todo.
Esto derivó en que todo me lo tomara como una afrenta. Desde las imposiciones de la religión, pasando por las indicaciones autoritarias de algunos maestros, hasta las de mi mamá que, al parecer, creía que le tenía que dar la razón por el simple hecho de haberme dado la vida. Pero dicha razón no tenía suficiente peso para mí.
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Ella ha sido siempre ama de casa, depende económicamente de mi padre, se dedicó en cuerpo y alma al cuidado de sus hijos y su hogar. Además del ejercicio, no parecía apasionarle otra cosa más que atendernos y mantener la casa reluciente.
Yo quería depender sólo de mí, quería salir y conocer la ciudad, quería nutrirme de la influencia de todo tipo de personas y, sobre todo, amaba la música y todo lo que culturalmente se desprendía de ésta.
A mi mamá no le podía importar menos la música, MTV, la moda, el cine y las series de televisión. Encima de todo, empezó a detestar mi altisonante forma de hablar, que no usara faldas, que no usara aretes, que me pintara las uñas de negro…
…Y yo no paraba de cuestionarla sobre haberse casado con mi papá, por no haberlo dejado cuando comenzaron los problemas, por haber dejado de trabajar para cuidar de mis hermanos, por resguardarse en los quehaceres del hogar para eludir los conflictos de la familia…
Llegó un momento en el que no teníamos nada en común, mas que los interminables problemas en casa, ocasionados por mi papá, mi hermano y mi hermana.
Tras años de echarle en cara cosas, comprendí que yo no podía juzgarla, porque no crecí como ella, ni tuve los problemas que enfrentó. Finalmente, entendí que podíamos ser diferentes y que, aunque yo no quisiera ser una ama de casa dependiente, ella era una madre y una mujer maravillosa.
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Ella me dejó ver lo que no quería en mi vida, pero también me enseñó a ser fuerte, a entregarme sin miedo y a querer con todas mis fuerzas.
Entonces aprendí a valorar su fortaleza, su ternura, el amor incondicional que impregnaba en las acciones más insignificantes, y entendí que yo pude aspirar a una vida diferente gracias a ella.
Ahora es mi mayor inspiración y mi motor para hacerle cara a los malos ratos. Ahora sé que si algún día me convierto en madre, quisiera transmitirle a mi hijo muchas de las cosas que ella me enseñó como ser humano, como madre y como mujer.
Gracias por aguntarme, mamá.