Querida Maramoto:
Hoy vengo a hacer una cosa que a los adultos nos cuesta horrores, imagino que por orgullo y vergüenza, por no encontrar las palabras, que es lo que le suele pasar a tu papá en prácticas cuando se da cuenta de que ha metido la pata y ha tocado fondo. O puede ser, como escribía Patxo Unzueta, que nos cueste tanto por esa tragedia que nos supone “la imposibilidad de volver atrás, de rectificar lo ya vivido”. Decía el bueno de Patxo que es la tragedia “más definitiva de la condición humana”. Y puede que no estuviese exagerando ni un ápice. Sea como sea hoy me gustaría dejarte por escrito esta petición de perdón. Para ti y para la mamá jefa. No es fácil pedir perdón. Ni siquiera así. Te aseguro que tengo el corazón desbocado y me tiemblan los dedos mientras buscan formar palabras con el teclado.
Papá está atravesando una mala racha. Imagino que se junta un poco todo. La falta de sueño, la ausencia de tiempo, el estrés del trabajo, esa sensación de ir siempre corriendo y llegar siempre tarde, de tener muchas cosas por hacer y no hacer ninguna (o hacerlas rápido y mal), de verme incapaz, paralizado, sin fuerzas para tomar la iniciativa, de sentir que todo es terriblemente difícil desde que tu carácter se ha desbocado a la par que menguaban mi paciencia y mi empatía. No pienses que me sirve nada de esto como excusa. Ni como justificación. La mamá duerme menos que yo, desconecta mucho menos que yo, tiene menos tiempo que yo… y sin embargo no se ha dejado arrastrar al fondo del pozo como sí he hecho yo. Envidio su fortaleza, su capacidad de aguante, su infinita paciencia. Tienes la mejor mamá del mundo, Mara. Creo que si yo estuviese en su lugar hace muchísimo tiempo que ya habría sido engullido por las olas de esta ciclogénesis explosiva que está siendo la paternidad.
¿Y sabes una cosa, mi vida? Me siento continuamente mal conmigo mismo. Desde hace semanas me acompaña permanentemente, como una sombra, un gran sentimiento de culpa. Me acuesto angustiado, duermo mal, convivo con la ansiedad. Me siento mal por sentir que estoy atravesando algunos de los meses más duros y difíciles de mi vida, por arrepentirme por momentos de todo esto, por maldecir lo difícil que se ha vuelto todo, por no desearle a nadie nuestro día a día, por no aceptar precisamente eso: que todo va a ser difícil, que cambiarte un pañal va a ser difícil, que vestirte va a ser difícil, que salir de casa va a ser difícil, que volver a casa va a ser más difícil aún, que montar en coche vuelve a ser imposible, que descansar es una utopía, que ir a comprar es una odisea, que las rabietas a todas horas y por todo son el pan nuestro de cada día… Me acompaña la culpa por no ser capaz de aceptar ese carácter tuyo tan volcánico e impredecible. Por esperar de ti un imposible cuando ni siquiera yo, que debería ser el ejemplo, soy capaz de controlar mis emociones.
Y me siento mal porque sé que la mamá me necesitaría más fuerte, más resolutivo, más entero. Alguien que no se hundiese a las primeras de cambio, que no se viniese abajo a las 11 de la mañana tras la tercera rabieta del día. Alguien que no andase como un zombie, sin fuerzas, permanentemente agotado. Y siento que no llego, que no puedo, que no alcanzo. Que por momentos me superan tus gritos y tu llanto. Que no me dejan pensar. Que despierto cada día con energías renovadas y apenas transcurridas dos horas ya no me queda paciencia. Que me está cambiando el carácter. Que pierdo los nervios a menudo. Que no me gusta el Adrián que veo. Y me siento mal. Y al hacerlo entro en un bucle de negatividad en el que no soy capaz de encontrar la salida.
Y tiene razón la mamá. Siempre tiene razón la mamá. La culpa no es tuya. La culpa es nuestra (mía muy especialmente) por no aceptar las dificultades, tus demandas, tus necesidades, por no querer asimilar que tenemos que dejar de hacer algunas cosas si queremos que nuestros días sean más llevaderos. De momento hemos empezado a hacer las compras online. Y vamos a renunciar al coche. No hay necesidad de sufrir como sufrimos. Ni tú ni nosotros. Podemos prescindir de aquello que no nos hace bien. Seguirán siendo difíciles otras muchas cosas, seguirás durmiéndote tarde y nosotros seguiremos sin tener tiempo para desconectar y hablar, pero al menos ya habremos evitado dos fuentes de conflicto.
Y sobre todo soy yo el que tiene que reencontrarse. Aceptarte y reencontrarme. Volver a ser el papá que se ha extraviado en los últimos meses. Aquel que se sentía bien consigo mismo y estaba seguro de la dirección tomada. Aquel que empatizaba contigo. Aquel al que abrazabas nada más levantarte y no se sentía triste, arrepentido, en deuda contigo. Aquel que intentaba entenderte y no te etiquetaba ni juzgaba. Aquel en el que la mamá podía apoyarse sin miedo a que se derrumbase. Aquel que te quería tanto como te quiere ahora, pero mejor. Aquel que se sentía tan orgulloso y tan feliz como se siente ahora por tenerte, pero que era capaz de percibir esa felicidad pese a la dureza de los días. Aquel que se sentía identificado con el “Guerrero” de Robe Iniesta.
“Como buen guerrero,
puedo dar la talla;
puedo darlo todo,
pues doy todo por perdido
en cada batalla,
nunca me he rendido,
porque si las pierdo,
¿para qué quiero estar vivo?
Como buen guerrero,
solo tengo miedo
a que sus ojos dejen
de mirar a ver si puedo
llegar al Olimpo
y robar el fuego”.
Te pido perdón, Mara. Os pido perdón. Nunca dejéis de mirar a ver si puedo.