Querida Maramoto:
Hoy te voy hablar sobre el miedo, un sentimiento al que quizás aún no hayas puesto nombre (“Susto, papá, susto”, me dices), pero que ya has empezado a experimentar. Miedo a la oscuridad; miedo a ir a sola a una habitación de la casa distinta a la que están papá y mamá (“Papá, mano”, me reclamas); miedo a los ruidos ensordecedores cuya procedencia no logras adivinar. Decían en alguna película que ahora mismo no recuerdo que tenemos miedo porque tenemos imaginación y que si dejásemos de imaginar, seríamos valientes. No voy a negar que como frase en un guión queda muy bonita, pero también te diré que una vida sin imaginación no sería vida. Sin miedo, tampoco. Así que no tengas miedo de tener miedo. Exprésalo si lo sientes, porque nosotros te acompañaremos. Sin juzgarte. Sin ridiculizarte. Sin etiquetarte. No hay valiente que no haya sentido miedo.
Papá, por ejemplo, lo ha sentido muchas veces y de muy diversas formas. Cuando era pequeño, a la oscuridad (recuerdo que dormía completamente tapado, camuflado bajo las sábanas, y que la abuela me encontraba empapado en sudor cada vez que antes de acostarse pasaba por mi habitación a darme un último beso de buenas noches); cuando fui un poco más mayor y la muerte hizo acto de presencia en mi vida, le tuve miedo a ella. Y también a los peligros que acechaban en la noche (Cuánto daño hicieron ‘¿Quién sabe dónde?’ y Paco Lobatón); ahora, desde que naciste tú, sólo tengo miedo a fallarte: a no ser buen padre, a decirte cosas que no quiero decir, a no estar haciendo las cosas bien, a dejarme llevar por la ira y el agotamiento, a no poder darte todo lo que mereces, a irme demasiado pronto (otra vez la muerte, siempre la muerte) y que todavía me necesites. Es posible que nunca haya sentido tanto miedo (ni tanto vértigo) como durante estos dos años. Te diría que incluso desde el embarazo, con ese miedo latente a que algo saliese mal. Será que tú viniste a revolucionar y a poner todo patas arriba. También al miedo, por supuesto.
Y con tantos miedos a cuestas y tantas inseguridades, a veces, en este espacio, me es imposible no sentirme un poco Jorge Pellegrini (Ricardo Darín) en la maravillosa ‘El mismo amor, la misma lluvia’ y me resulta inevitable no cuestionarme que hago yo escribiendo cada semana en este blog sobre crianza, lactancia materna, conciliación, alimentación complementaria o rabietas. Y entonces, como el personaje creado por Juan José Campanella, me pregunto que “¿Quién me manda a mí escribir cosas sobre las que no tengo la menor?”. Y como el propio Jorge en esa escena final que es cine en mayúsculas, me respondo a mí mismo que sobre el miedo tendría que escribir yo. Que sobre el miedo, como estoy demostrando en este post, cátedra.
¿Y sabes, cariño? Uno se siente mejor exteriorizando y compartiendo sus miedos. Hasta parece que se desvanecen, aunque sólo sea un efecto óptico. Y al hacerlo se da cuenta de que no está solo. Que muchas otras personas, padres y madres que quizás nunca temieron a la oscuridad ni a la muerte, también han visto florecer los miedos desde la llegada de sus hijos. Y uno llega a la conclusión de que ese miedo nos une a todos de alguna forma, como un lazo invisible. Que la paternidad es luz, pero también invierno. Que la valentía está sobrevalorada, “como los estudios universitarios, la muerte o las pollas largas (¿Aún no has leído ‘Cuatro amigos’, cariño?). Y que solo algo tan grande como un hijo tiene la fuerza suficiente para despertar tanto nuestra imaginación y hacernos sentir tantos miedos e inseguridades.
Cuando leas esto, si no lo hemos hecho todavía, recuérdame que nos sentemos en el sofá y vemos juntos, los tres, ‘El mismo amor, la misma lluvia’. Después volveremos a hablar sobre el miedo.
Te quiere,
Papá.