Querida Maramoto:
Cuando leas esto, tú ya no lo recordarás. O puede que sí, porque con suerte, estos días de los que te hablo habrán sido reemplazados por otros. Sea como sea, quiero dejártelo por escrito. Y dejármelo también a mí. Perdona por este arrebato de egoísmo de tu papá en prácticas. Te prometo que cuando acabes de leer estas líneas me entenderás mejor. Estoy seguro de que cuando te llegue el momento de leerlas ya habrás vivido lo suficiente como para saber que la vida te regala instantes que es recomendable guardar bajo llave y por escrito, que luego la memoria es traicionera.
Desde que empecé a trabajar fuera de casa me di cuenta de que para ti los fines de semana adquirían un nuevo significado. Tú, que hasta entonces habías visto como normal que tu papá estuviese siempre a tu alcance, veías de repente cómo desaparecía de casa durante unas horas. Dice la mamá que me llamabas constantemente, como si a base de repetir "papá" pudieses hacerme aparecer. Y sé yo, que lo viví en persona, que me recibías con un auténtica fiesta al regreso de la jornada y que los días en que te despertabas antes de tiempo, sabiendo como sabías por mis actos que me iba a ir, no te separabas de mí ni un instante y llorabas desconsolada cuando cerraba la puerta tras decirte adiós por décima vez y darte el décimo beso de despedida. No te imaginas la pesadumbre que me acompañaba en el ascensor mientras escuchaba tu llanto camino del garaje…
Los fines de semana eran otra cosa. Percibías que no me iba a ir y parecías pretender recuperar en 48 horas todo el tiempo perdido durante el resto de la semana. "Papá, papá, papá", gritabas mientras me cogías de la mano para bajarme de la cama. "Papá, papá, papá", decías para que me sentase contigo a desayunar en esa mesa infantil de Ikea que te compramos y que se convirtió en una especie de mesa de comedor en la que cenábamos todos a ras de suelo. "Papá, papá, papá", me insistías para que te acompañase al salón a leer esos cuentos que ya me sabía de memoria. "Papá, papá, papá", repetías una y otra vez para mantenerme siempre a tu lado, como si esa fuese la pócima mágica que impidiese que nos volviésemos a tener que separar cuando llegase el lunes.
Tengo que decirte que mi alma bailaba de felicidad y de orgullo por ese ansia tuya de no separarte de mí. Y tengo que decirte que pocas veces he alcanzado tal grado de plenitud como cuando, en uno de esos días en que no querías separarte de mí, fuimos a pasar la tarde a la piscina y, antes de salir a tostarnos al sol de julio, decidimos entrar a la piscina cubierta para que me enseñases todo lo que habías aprendido junto a la mamá jefa en las clases de matronatación.
Una vez allí no querías separarte de mí y repetías una y otra vez "papá, papá, papá", como si quisieses enseñarme en primera persona todo lo que habías aprendido en los últimos meses, pero también querías tener a la mamá bien cerca, a la vista. Y querías que yo te llevase por el agua. Y me cogías de la mano para cambiar de piscina. Y nos abrazabas una y otra vez. Y nos besabas de una forma tan espontánea que nos derretíamos un poco más en ese agua a la temperatura del cocido madrileño. Y te veía tan radiante chapoteando en el agua, tan contenta, tan feliz. Y nos abrazábamos los tres (mamá, papá y tú), disfrutando y riéndonos a carcajadas. Me hubiese gustado tener un botón de pause para congelar el instante. Y otro botón para hacer saltar el flash y capturarlo en formato fotografía. Porque si la felicidad, ese concepto tan relativo, existe, debe de ser algo muy parecido a ese momento que vivimos los tres en una piscina atestada de gente en la que por unos minutos fuimos capaces de evadirnos y sentimos maravillosamente solos. Especiales. Únicos. Los tres.
Podría haber sido una de las fotografías de nuestra vida, pero nadie nos apuntó con la cámara en ese momento, así que espero que ahora entiendas por qué quería guardar ese instante bajo llave y por escrito. Este post será esa fotografía que nadie nos hizo. Gracias por regalarnos momentos así. Gracias por esos días en que no te separabas de mí.