Querida Maramoto:
¿Sabes una cosa? A veces tengo la sensación de que la vida me va dejando mensajes cuando más los necesito. Quiero pensar que es porque puntualmente, demasiado a menudo quizás, se da cuenta de que me equivoco y me quiere hacer reaccionar. Por eso me pone esos mensajes en el camino. A veces en forma de frase pintada en una pared o escrita en las páginas de un libro; otras en forma de historias que dan que pensar; en ocasiones, como es el caso, en forma de corto dirigido por Emilio Aragón para la Fundación Mehuer que te hace derramar lágrimas.
Las mismas lágrimas que se me acumulan cuando exploto de impotencia tras uno de esos días en los que lloras y lloras sin parar, por todo, rabieta tras rabieta, sin razón aparente (para nosotros, porque tú las tendrás seguro, y muy importantes además), y al final pierdo la paciencia. Y los modos. Y grito. Y me dejo llevar por la ira. Y digo cosas que no pienso ni quiero decir, pero que me salen a borbotones de la boca. Y no hay excusa para ello, por mucho que piense que la mente humana no está preparada para escuchar a un niño llorar sin cesar. Y luego cargo con la culpa sobre la espalda, mientras te porteo a ti en el pecho camino de la escuela, pidiéndote perdón a cada paso, besándote en la cabeza, esperando que entiendas que papá soy yo, ése que te besa y se inventa canciones y no el otro que diez minutos antes había sido poseído por el diablo.
Y pese a todos los besos y todas las disculpas, me es inevitable no sentirme el peor padre del mundo cuando me abrazas y me besas como si no hubiese pasado nada antes de entrar a la escuela, con ese amor incondicional y puro de los niños. No quedarme con mal sabor de boca cuando te veo caminar de espaldas cogida de la mano de la profe y te pierdo de vista por el pasillo. No salir con un nudo en la garganta y las lágrimas asomando tímidamente por los ojos cuando camino hacia el trabajo. No hundirme cuando en Facebook, una amiga, mamá también, pone en mi camino el vídeo que te comparto a continuación. Ese ilusionante viaje a la playa que es la paternidad. Un viaje que nos ha permitido a mamá y a mí cargar nuestras maletas de ilusión y ver las mejores calas del mundo, pero también perdernos por senderos poco transitados, caminos de tierra húmeda en los que los pies quedan atrapados en el fango y la espesa vegetación apenas deja pasar la luz. Y aunque en tu caso la paternidad no nos haya cambiado de rumbo para llevarnos a la montaña de una enfermedad rara, también hemos tenido que escalar nuestras propias montañas, esos ochomiles en los que sientes flaquear las fuerzas y te falta la respiración.
Y llegados a este punto me gustaría poder prometeros, a ti y a mamá, que aunque la carretera a la playa se corte, estaré encantado de escalar a vuestro lado la montaña. Que como dice el vídeo, aunque me lleve un tiempo asumirlo, al final comienzas a pensar que la montaña no es un lugar tan horrible, sólo un escenario diferente. Y que si como acostumbro a hacer esos días en que no dejas de llorar, me paso la vida quejándome por no haber llegado a esa cala prometida, jamás tendré la libertad para disfrutar de todo lo especial que tiene la montaña. Sobre todo si es a vuestro lado. Porque como decía Robert Louis Stevenson, al final “lo importante no es llegar, sino ir”, el recorrido por esos caminos del deseo que tú has ido trazando en nuestras vidas y que tengo que aprender a disfrutar por igual, ya sea paseando por la orilla de un mar turquesa o en una árida ascensión camino de otra de nuestras cumbres.
Te quiere,
Papá