Maramoto fue precoz con las rabietas. Con un año recién cumplido tuvo la primera. La primera grande, quiero decir. En los últimos meses, sobrepasados los dos años, atravesamos una racha de aquí te espero, con rabietas que se multiplican a cada minuto y por cualquier motivo. Todo ello aderezado, además, con la intensidad y la urgencia que sólo tienen las emociones puras de los niños. Sabemos que las rabietas son normales, que hay que acompañaras, que nuestra pequeña saltamontes está afianzando su personalidad y que, como diría la psicóloga Laura Perales, a la que tenemos el gusto de escuchar una vez al mes en un grupo de crianza, las rabietas son “indicativas de un niño sano” que no reprime sus sentimientos. Todo eso lo sabemos.
También sabemos que somos nosotros los que tenemos que aprender a gestionar esas rabietas, a no acabar también enrabietados, a aceptar esa explosición emocional. La teoría nos la sabemos toda. El problema llega cuando entramos en lo que yo he bautizado como el bucle, que viene a ser una rabieta que sucede a otra, que luego es sucedida por otra posterior y luego por otra que más tarde da el testigo a una nueva rabieta. Y así sucesivamente, sin solución de continuidad, en un bucle que parece no tener fin y que acaba con todo rastro de paciencia que nos pueda quedar a estas alturas de la vida, tras dos años durmiendo mal (o muy mal, según el día). Que también por las noches tenemos rabietas, no os vayáis a creer. Abierto 24 horas, que titularía David Trueba. Llevamos cuatro noches seguidas con rabietas de madrugada. Entre 20 y 30 minutos de gritos y lloros. Sin motivo aparente para nosotros, que no para Maramoto, que sufre sin saber explicarnos qué le pasa. Veinte minutos en el sofá y dos vasos de leche de avena más tarde, cae rendida. También sin motivo aparente.
No sé si es que me ha pillado con el pie cambiado la aDOSlescencia de la que habla Bei de Tigriteando. O quizás es que llevamos ya demasiado agotamiento a cuestas. No lo sé, pero la verdad es que se me está haciendo cuesta arriba este mes en el que, además, se me acumula el trabajo por todos los frentes. Una combinación explosiva que me tiene con dolor de cabeza permanente y un cansancio que me hace ir arrastrado por las esquinas. En eso, como en tantas otras cosas, me gustaría ser como la mamá jefa, que es mucho más resistente a la falta de sueño. Yo siempre he necesitado mis horas para ser persona. 6 o 7 cuando todavía éramos reyes. Hoy me conformaría con 5 de calidad. No alcanzarlas me va minando el ánimo y el humor. Supongo que es inevitable.
A veces, superado por el cansancio y las rabietas incesantes, tengo la sensación de que se me está escapando entre las manos el tiempo y no estoy disfrutando como se merece esta etapa maravillosa en la que Maramoto ha empezado a hablar por los codos; estos meses en los que ha crecido repentinamente, en todos los sentidos, y está intentando asentar una personalidad tan grande que está poniendo a prueba las costuras de su todavía pequeño cuerpo; estos días en los que en cuestión de segundos pasa de desprender la calidez y la dulzura de un osito de peluche a convertirse en un monstruito consumido por la ira más irracional; días en los que me gustaría estar más entero para entenderla y acompañarla porque sé que para ella debe estar siendo un tsunami tanto cambio (el nuevo piso, el inicio de la escuela infantil…); para decirle que estoy a su lado, para no decepcionarla con reacciones que se me van de las manos, para no verme absorbido por una vorágine que sólo me pide salir corriendo de casa y no mirar hacia atrás, para demostrarle que aún atrapados en el bucle, su mamá y su papá ya no se imaginan ni conciben una vida sin ella, sin esa sonrisa y esa boca de trapo que entre rabieta y rabieta nos hacen reencontrarnos con nosotros mismos.