Querida Maramoto:
Lo primero que quiero hacer en esta carta es una cosa que a los adultos a veces nos cuesta hacer. Te darás cuenta cuando seas más mayor. Nos puede el orgullo. Nos impide muchas veces pedir perdón. Así que hoy voy a empezar por ahí. Por tragarme mi orgullo, aunque bien es cierto que contigo no me cuesta nada. Por pedirte perdón. Perdón por a veces no estar a la altura. Perdón por dejarme superar con demasiada facilidad, en ocasiones, por el cansancio. Perdón por algún grito que se me ha escapado en esos momentos en los que tu puedes estar horas y horas sin parar, gritando, llorando, frustrándote por todo, poniendo la casa patas arriba, y mi cabeza toca fondo y ya no da más de sí. Perdón por, en esos mismos instantes de agotamiento máximo, de pensamientos nublados, de nervios a flor de piel, haber pensado, aunque sólo fuese por un segundo, en lo fácil que era todo antes. Tonto de mí, porque si te soy sincero, no era ni la mitad de maravilloso de lo que lo es desde que tú llegaste a nuestras vidas. Pero en fin, algún día verás que en determinados momentos, cuando te vence el cansancio y se te agota la paciencia, la mente piensa cosas absurdas. Inútiles. Son pensamientos que te pasan a la velocidad de un flash de cámara. Visto y no visto. Y que luego te hacen sentir mal. Muy mal. Y te puedo asegurar que ese sentimiento de culpa dura mucho más que el saltar del flash de una fotografía. Infinitamente más.
Cuando te escribo estas líneas, estás a punto de cumplir los 16 meses de vida. 16 meses de felicidad para tus papás, pero también 16 meses de agotamiento llevado al extremo, de no parar, de no dormir, de comer sin saber que comemos, de sudores fríos en cada salida de casa… No, si te soy sincero (y ya sabes que el papá nunca te miente), no han sido 16 meses fáciles. Es más, te diría sin miedo a equivocarme que han sido los 16 meses más duros de mi vida. Los más difíciles. 16 meses en los que he descubierto mis límites y la paciencia infinita de tu madre. No te imaginas la suerte que tienes con la mamá jefa. Esto te lo recordaré siempre. Para que lo tengas presente. Para que no olvides la suerte que tienes. La suerte de tenerla a ella. Como mamá. Precisamente a ella. Te diría, una vez más sin temor alguno a equivocarme, que los momentos duros superan con creces, en cantidad, a los momentos de sosegado disfrute. En cantidad, pero no en calidad. En cantidad. Y, sin embargo…
Y sin embargo, tengo que decirte que una sonrisa tuya compensa toda la dureza anterior. Y también la que está por venir. Que es mucha. Lo sabemos. Pero en ese momento en el que sonríes, nada de eso importa. Tu sonrisa tiene poder sanador. Disimula las ojeras, camufla al cansancio, pinta de colores lo que antes era una escala de grises y despeja las ideas. Llena de luz el día. Enciende un fuego interior que poco a poco hace recuperar la temperatura. La compostura. Las sensaciones.
Y sin embargo, sonríes. Y empiezas a hacer cosas que nos dejan con la boca abierta, que nos hacen sonreír también a nosotros. Reír a carcajadas. Asombrarnos. Un día nos damos cuenta de que eres capaz de entender todo lo que te decimos. Hacer algo si te lo pedimos. Traer el objeto que te reclamamos. Cualquier cosa. Nos entiendes. Y es maravilloso. Al siguiente caemos en que, sin hablar, eres capaz de hacerte entender en todo momento. Sólo con dos o tres signos, tu inconfundible no, esa sonrisa picarona que es un sí y ese dedo tuyo que señala el mundo con la intensidad de la que sabe que tiene toda la vida por delante para comérselo entero. Al mundo. Otro día decides desmigar una galleta y, ante nuestra cara de resignación (otra galleta más…), decides coger tu escoba y ponerte a barrer las migas. A tu manera. Con esa gracia innata de la que ha observado durante horas a sus padres e intenta imitarlos. Qué belleza. Hasta un acto tan cotidiano como barrer puede ser bello si tú decides llevarlo a cabo. Y tantas y tantas otras cosas. Como cuando te quedas esperándome mientras me ducho para , una vez que cierro el grifo, darme las toallas para que me seque. No vaya a coger frío tu papá. Belleza una vez más. Hasta en tus actos más simples.
Voy a reconocerte que alguna vez, en esos momentos para olvidar que te contaba al principio, he pensado que tengo ganas de que seas más mayor. Quizás porque tengo la (falsa) sensación de que todo será más fácil. Y sin embargo, me gustaría parar el tiempo. Impedir que los días vayan quedando relegados al lado izquierdo del calendario. Cada vez más lejanos. Retener tu sonrisa. Poder deleitarme en cada uno de tus descubrimientos. Sin prisas. Sin horarios. Por desgracia, como tarde o temprano comprobarás, eso no es posible. Así que sólo me queda disfrutar el momento. No volverme a dejar arrastrar por el cansancio. No será fácil, eso seguro, pero será a tu lado. Y con esa certeza nos sobra. No se nos ocurre mayor garantía de felicidad que estar a tu lado.