Oliver tiene 12 años y es un niño sensible al que la vida parece empeñada en darle golpes. Adoptado sin el beneplácito total de su padre, tiene que ver como sus progenitores adoptivos se divorcian, vivir un cambio de ciudad y de colegio (con lo que conlleva a esas edades), y sobrevivir con su madre separada (Melissa McCarthy), que pasa jornadas enteras trabajando para poder sacar a su hijo adelante.
La vida, sin embargo, le tiene preparada a Oliver una sorpresa en forma de vecino jubilado, alcohólico, ludópata y cascarrabias con cara de Bill Murray (Vincent), que casi de forma espontánea se convertirá en su particular y peculiar niñera. Y digo peculiar porque uno, llamadme raro si queréis, no está muy acostumbrado a que las niñeras lleven a los niños a apostar a las carreras de caballos, a ver espectáculos en clubs de striptease o que les enseñen a pegar a sus acosadores, pero al final casi acaba deseando que Bill Murray se mude al piso de enfrente para así poderle dejar a cargo de su hija cuando sea necesario.
Porque bajo esa apariencia, bajo ese caparazón en el que se ha encerrado con sus whiskys, sus deudas de juego y sus strippers de pago con acento del este de Europa (maravillosa Naomi Watts), Vincent esconde a un héroe de la guerra de Vietnam, a un hombre que durante años, cada semana, ha visitado y ha lavado la ropa de su mujer enferma de alzheimer, a la que trata con una delicadeza y un sentido del humor que conmueven. Y será Oliver, con sus apenas 12 años y su extraordinaria madurez, quien nos descubra a St. Vincent y quien se convierta, en cierto modo, en un ángel de la guarda para un hombre solo y empeñado en autodestruirse que de repente se verá formando parte de una nueva y poco ortodoxa familia.
Nominada como mejor película a los Globos de Oro, St. Vincent puede encuadrarse dentro de las pequeñas joyas que de manera puntual nos va dejando el cine independiente estadounidense. Películas sencillas que encierran más de lo que aparentemente muestran, cargadas de crítica social (el olvido de los héroes de Vietnam, la dificultad para acceder al sistema sanitario, la imposibilidad de conciliar, el puritanismo americano…), sustentadas por buenos diálogos y mejores interpretaciones (de quitarse el sombrero el trío principal), que dejan un gran sabor de boca en un espectador que, como en toda buena comedia dramática, acaba sin saber si reír o llorar, porque le apetece hacer las dos cosas a la vez. Y si puede ser, sobre el hombro de Vincent. Bendito sea Bill Murray.
*Artículo publicado originalmente en el sexto número de Madresfera Magazine.
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