Decía Don Draper en el último episodio de la primera temporada de Mad Men que, en griego, ?nostalgia significa el dolor de una vieja herida. Es un dolor de corazón, mucho más intenso que un recuerdo”. Siempre me he considerado un nostálgico, quizás porque de vez en cuando me da por revivir momentos pasados y lo hago con mucha intensidad, como si los estuviese volviendo a vivir. O quizás porque como escribía Pedro Juan Gutiérrez en Anclado en Tierra de Nadie ?es imposible desprenderse de las nostalgias porque es imposible desprenderse de la memoria?.
Sea como sea, lo cierto es que de tanto en tanto, sobre todo acompañado por la música, me gusta viajar en el tiempo a episodios pasados de mi vida que me acogen en su regazo con la calidez que sólo pueden aportar los buenos recuerdos. Pasan los años y, como decía Pablo Rago en El Secreto de sus ojos, ?ya no sé si es un recuerdo o el recuerdo de un recuerdo lo que me va quedando?. Lo único que sé con seguridad es que fueron momentos que me marcaron para siempre. Y momentos que viví en lugares hoy desaparecidos o en desuso. Rincones que lamentablemente tú ya no conocerás, pequeña.
Algún día te hablaré de los recreativos de barrio. De aquellos lugares que nuestras madres siempre miraban con desconfianza. Rincones llenos de máquinas de videojuegos, futbolines y billares cuya presencia sólo era una excusa perfecta para socializar. Te hablaré de ellos porque allí hice grandes amigos y pasé grandes momentos. Y te hablaré de ellos para que sepas lo que son, porque ahora ya no existen. Los niños juegan solos en sus casas y en todo caso se adentran de vez en cuando en alguna de esas zonas de juego gigantescas que ofrecen muchos centros comerciales. Que sepas que quieren parecerse a los recreativos de toda la vida pero que no hacen ni por asomo. Aquello era otra cosa. Un punto de encuentro. Un lugar en el que todos nos conocíamos. Una escuela de vida acelerada en aquellos días en los que todavía no hacían falta Twitter ni Whatsapp para hablar con tus amigos y las horas de quedada se daban por descontadas.
Y algún día te hablaré también de los cines de pueblo. De aquellos pequeños locales que nos acercaban el séptimo arte cuando las grandes superficies aún no lo habían acaparado todo. El sonido no era el mejor y puede que la calidad de la imagen tampoco lo fuese, pero allí olía a cine de verdad. A sesiones dobles. A palomitas. A rollos de celuloide. A Cinema Paradiso. Algunos de aquellos cines cerraron sus puertas ante la imposibilidad de competir con las multinacionales. Otros fueron pasto de la burbuja inmobiliaria y hoy son siniestros bloques de edificios. Los hay que todavía siguen en pie. Aunque sus puertas ya no se abren los fines de semana, sus pantallas hace tiempo que no emiten ninguna luz y sus carteles han perdido alguna letra por el paso del tiempo y la desidia.
No recuerdo cuál es la última película que he visto en el cine, pero recuerdo a la perfección cuál fue la última película que vi en el cine del pueblo que me vio crecer. Chaplin se llamaba el cine. Entonces los nombres de los cines todavía homenajeaban a los grandes del séptimo arte. La última película que vi allí fue Titanic. En 1997. Después al cine lo engulleron unas sospechosas llamas y de las cenizas crecieron viviendas para alimentar nuestra ansia de ladrillo. Ya nunca más olió a cine, pero cada vez que paso por allí recuerdo perfectamente el lugar y aquella última película. Igual que recuerdo los recreativos convertidos hoy en una tienda de comida para llevar. Hoy me he dado cuenta de que los recuerdo para contártelos. Porque por desgracia son cosas que tú ya no conocerás, pequeña.