Parafraseando aquella famosa frase sobre la libertad que decía que la propia terminaba donde empezaba la de los demás, quiero hacer una reflexión personal sobre la opinión de padres e hijos. Antes que nada, nunca me ha parecido muy adecuada esa manera de educar que algunos defienden en la que se deja total libertad a los niños a opinar y tomar sus propias decisiones. Creo sinceramente que, a según qué edades, no tienen criterios ni herramientas suficientes para ver las cosas como la podemos ver los padres.
Así pensaba yo, de manera un tanto radical, cuando afirmaba que eran los padres y profesores los que tenían que decirles a los niños lo que está bien y lo que está mal. En algunas cosas sigo pensando así. En otras, me tengo que tragar mis propias palabras.
Ahora que mi pequeño gran nombre lleva unos meses luciendo con orgullo sus seis años de existencia, empieza a dar señales de querer opinar de cosas más trascendentales que querer comerse un caramelo entre semana o ir a dormir a las tantas. Y yo, que soy su madre-protectora-que-aun-ve-a-un-bebé-de-pañales aun me cuesta aceptar que ya va siendo hora que en algunas cosas él también decida.
Creo que ha llegado el momento de abrir la mente y aceptar que el bebé pasó, se convirtió en niño y ese niño va camino de ser una persona con criterio propio. Un criterio que, como mínimo, hay que empezar a escuchar y respetar. Negociar y dialogar. Y ceder cuando sea necesario.