Hace un par de fines de semana nos lo volvió a demostrar y, de paso, encandiló a todo el mundo en un pueblo de Córdoba al que fuimos como invitados de una boda. El viernes noche, el día antes de la boda, celebramos una previa en un bar del pueblo. Y allí, mientras tapeábamos y cerveceábamos, apareció una charanga. Tres horas de música después, pasada ya la medianoche, Maramoto seguía pidiendo “má, má, má” a los miembros de la charanga. No tenía fin. Estaba poseída. Durante todo ese tiempo no paró de bailar, saltar y aplaudir en ningún momento. La gente hacía corros para verla. Alucinaban en colores. Se iba con unos y con otros, bailaba con unos y con otros, se reía con todos. Y todo lo hacía a un ritmo frenético. Endemoniado. Y, por supuesto, con una sonrisa en la boca. Para que luego digan que si una niña no va a la guardería no se socializa. Me río yo de esa frase de manual.
‘La gogó de la charanga’, como no me quedó más remedio que bautizarla tras semejante exhibición, se había metido a todos en el bolsillo. Había conquistado el pequeño pueblo cordobés moviendo las caderas. Bailando y sonriendo. Esas fueron sus únicas armas. Durante toda su exhibición de baile y resistencia, mientras la mamá jefa y yo la mirábamos completamente prendados (que no sorprendidos, porque estamos acostumbrados a su ritmo), no pararon de acercarse otros invitados, completamente alucinados, diciéndonos que estaban enamorados de nuestra hija, preguntándonos cómo tenía tanto aguante y energía, queriéndola hacer hija adoptiva de un pueblo de León en el que al parecer, con su alma festera, Mara sería más que bienvenida.
Mara dejó huella. Tanto que al día siguiente, en la boda, siguió siendo el centro de atención. Y eso a pesar de que estuvo mucho menos activa, aspecto que atribuímos a que ella es más de fiesta de pueblo, de charanga, de música en directo y baile en plena calle. Aún no le ha cogido el punto a la música electrónica. Aún así, a la mamá jefa y a un servidor no dejaron de acercarse personas a decirnos que teníamos una hija preciosa, a comentarnos que Maramoto les había impresionado con su ritmo la noche anterior, a recordanos que estaban enamorados de ella. Enamorados como lo estamos nosotros. Pese al agotamiento que conlleva aguantar ese ritmo que ella impone día sí y día también. Pese a lo difícil que resulta a veces gestionar un carácter tan volcánico e indomable como el suyo. Algún invitado que se fijó en algo más que en los bailes de nuestra pequeña saltamontes se aproximó y a voz en grito, entre los decibelios desbocados de la música, nos dijo que admiraba la personalidad que tenía siendo tan pequeña, la fuerza que tenía para transmitir sentimientos. Y la verdad, viniendo de alguien que no forma parte de nuestro entorno y que habíamos conocido apenas unas horas antes, escucharlo me pareció maravilloso. No puedo estar más orgulloso de mi pequeña gogó de la charanga.