Cuando asistes a las clases preparto todo gira entorno a una sola cosa: el día del parto. Y ese momento se convierte en la obsesión de toda embarazada, y más aún si eres primeriza. Consejo: no vale la pena gastar tanta energía pensando en contracciones y pujos porque lo realmente difícil viene después. Ahora reconozco que fue un error no interesarme demasiado respecto a grupos de apoyo a la crianza y más concretamente, de ayuda a la lactancia, mi gran caballo de batalla en el postparto.
Siempre tuve claro que quería amamantar a mi hija aunque no era consciente de lo complicado que podía llegar a ser. Como Gala fue un bebé pequeño -pesó 2,560 quilogramos- mi principal preocupación nada más nacer fue que se alimentase bien para que ganara peso lo antes posible. Así que empezamos con la teta en la misma sala de partos. Ya desde el principio tuve que lidiar con un terrible dolor de pezones que convertían cada toma en una especie de tortura china. Las comadronas que me atendieron en el hospital, señoras de la vieja escuela con ese punto bruto que las caracteriza, me hablaron del famoso Purelán, un potingue amarillento y bastante pringoso que sirve para curar las heridas en los pezones producto de la succión. Ya os advierto que en los grupos de apoyo a la lactancia lo desaconsejan totalmente. En cualquier caso, y debido a mi ignorancia, acabé embadurnándome de Purelán, además de pasarme prácticamente todo el día con los pechos al aire. Y mi pareja haciendo guardia en la puerta de la habitación para avisarme si venían visitas…
En lo que respecta al dolor, la cosa se complicó cuando tuve la subida de la leche. Mis pechos adoptaron un tamaño fuera de lo normal y se me pusieron duros como rocas. Ahí no había ser humano que se enganchara para mamar. Y menos un bebé con una boquita pequeña. La subida coincidió con el alta hospitalaria así que me vi en casa sin saber cómo hacer para que Gala comiera. En ese momento me acordé de que tenía un folleto de una doula, así que la llamé. Y menos mal que lo hice. Me recomendó ponerme unas hojas de col sobre los pechos para desinflamarlos (sí, suena raro, pero funciona), aplicarme una esterilla de calor, y hacerme un automasaje para ayudar a que la leche fluyera, además de tomarme algún ibuprofeno. Gracias a sus consejos conseguí que Gala mamara de uno de los pechos. Al día siguiente, afortunadamente, la cosa mejoró, y también pudo mamar del otro.
De todas formas el dolor persistía, y cada vez era más intenso. En algunas tomas necesitaba morder un trapo para soportarlo. Probé las pezoneras, pero no me sirvieron de nada. Además, como Gala no llegaba a vaciarme totalmente el pecho (producía demasiada leche para lo que ella era capaz de mamar), tenía que ayudarme con un sacaleches (usé el de Medela con regulador de intensidad). Pero el cacharro en cuestión también me estimulaba la producción de leche, con lo que era un pez que se mordía la cola. Cada toma se convertía en una odisea. Y claro, por consiguiente se acentuaba un temor que tuve casi desde que empecé con la lactancia: la dichosa mastitis. Llegué a ir hasta tres veces a urgencias pensando que la había pillado. A la tercera, fue la vencida. Me presenté en el hospital con 38,5 de fiebre y no tuve más remedio que tomar antibiótico durante 8 días (el que me recetaron fue Augmentine).
Durante todo ese calvario, no dejé de dar el pecho en ningún momento. Mi mayor consuelo era que la niña estaba incrementando muy bien. Pero claro, yo no estaba disfrutando para nada de la lactancia. Entonces, cuando estaba a punto de tirar la toalla, me recomendaron visitar a una comadrona especializada en el tema, y fue gracias a ella que todo cambió. Se llama Anna Vilaseca y visita cada semana en un centro de salud público a madres que como yo no conseguían una lactancia establecida. Estuve una hora y media en la consulta durante la cual me hizo un cultivo de la leche para descartar algún tipo de infección, me enseñó algunas posturas para amamantar mejor, además de explicarme como controlar la producción de leche, dando el pecho de forma alterna en las tomas. Otras indicaciones fueron usar parches de Mepitel para curar bien los pezones, tomar probióticos (yo tomé Lactanza) y ayudarme con el cojín de lactancia hasta que pillara destreza con las posturas. También me motivó a seguir adelante con la teta, advirtiéndome de que a medida que Gala creciera, su succión sería mejor y me haría menos daño.
Y así fue. Ahora que mi hija acaba de cumplir 4 meses ya casi no recuerdo esos inicios tan duros porque por fin estoy disfrutando de la experiencia. Y eso que me costó casi un mes y medio conseguirlo. Y sí, es algo maravilloso y único. Yo que siempre he sido muy pudorosa, ya me he acostumbrado a dar el pecho en lugares públicos. Al final una tiene sus trucos para no enseñar demasiado. Aunque ese tema merece un post a parte.
Quiero dejar bien claro que es totalmente lícito optar por la lactancia artificial, cada madre está legitimada para decidir como quiere criar a sus hijos, pero si la intención es la de apostar por la lactancia materna, sí que recomiendo dejarse ayudar por los que realmente saben. Y éstos no son ni los ginecólogos, ni los pediatras, ni tampoco los familiares. Por culpa de malos consejos la lactancia se puede ir al traste así que lo que hay que hacer es acudir a grupos de apoyo y no desistir a las primeras de cambio. Y si no se puede, no hay que sentirse culpable. Al final, lo más importante es que nuestros hijos crezcan sanos, y el modo de alimentarlos no debería causarnos traumas ni frustraciones.