Debía correr el año 1987. O quizás era el 1988. Durante los primeros cinco años de mi vida, tuve la suerte de disfrutar de mis abuelos (sólo he tenido la fortuna de conocer a dos de ellos) muy cerquita de casa. Hasta esa tierna edad mía, en la que ellos se volvieron a Sevilla, el trabajo de mis padres provocó que pasase mucho tiempo junto a ellos. Yo no tenía nada que ver con Maramoto. Era un renacuajo tranquilo y pachón. Así que podía pasarme largas horas viendo Barrio Sésamo sentado en el sofá cogido del dedo de mi abuelo. O salir a dar largos paseos por los alrededores del piso de mis abuelos (Antes, todo esto era campo) sin necesidad de tenerlos en un sinvivir, correteando detrás mía sin cesar. Para completar el reparto, os tengo que presentar a mis dos primos: Uno se llama Fernan, y es tres años mayor que yo. La otra se llama Miriam, y tiene apenas dos meses menos que yo. Los tres compartíamos juegos y entretenimientos. Los dos más peques compartíamos hasta guardería.
Así que érase una vez tres inocentes niños (unos más que otros, ya lo veréis), que un día, al volver del colegio y de la guardería cogidos de las manos de sus abuelos, se encontraron en casa de éstos tres misteriosas macetas llenas de tierra y en cuyo centro sobresalía un palo blanco que les resultaba familiar. “¡Ohhhhh!”, exclamaron los tres al unísono admirados por el descubrimiento, “¡Es un palo de Chupa Chups!”. Los tres pequeños protagonistas de la historia estaban acostumbrados a ver muchas y coloridas plantas en el piso de sus abuelos, pero jamás habían visto ninguna que tuviese en su interior un palo de Chupa Chups. ¿Qué significaría eso? ¿Qué pasaría en esa planta? Para acelerar los acontecimientos, su abuelo les dijo que tenían que regarlas. Cada uno la suya. Al día siguiente, ya alimentada, la planta igual les daba una sorpresa. Eso sí, no era nada seguro. Ya se sabe que con éstas cosas uno nunca puede dar nada por hecho.
Al día siguiente, cuando volvieron con toda la ilusión del mundo a casa tras otra larga jornada de cole y guarde (A los niños también se les hace larga la espera cuando desean que algo pase rápido), se encontraron en casa de sus abuelos con una increíble sorpresa. ¡Los palos que había plantados en la maceta y que ellos regaron habían dado sus frutos y en su lugar había tres dulces y apetecibles Chupa Chups! Todavía no se los habían metido en la boca cuando los tres empezaron a pedir a su abuelo que plantase tres palos más. ¿Puede haber algo más maravilloso para un niño que tener la inmensa suerte de haber conseguido en casa una maceta que diese como fruto estos caramelos con palo que les volvían locos? Yo creo que no.
Así que durante un tiempo indeterminado, los tres pequeños plantaron y regaron cada día su maceta de Chupa Chups para a la jornada siguiente recibir como premio el preciado fruto. Estaban tan emocionados con su descubrimiento que hasta uno de ellos, el mayor de los tres, no dudó en contar la historia a sus compañeros de clase. Algunos, ya entonces, le dijeron que eso era imposible. Qué pena esos niños que a los seis años ya no creen en nada, ¿verdad? Pero él defendió a las macetas de su abuelo con uñas y dientes. ¿Cómo no iba a hacerlo, si era evidente que todo era tan real como la vida misma?
Mientras, las historias difieren en este punto, ya que es una leyenda que para nosotros, los protagonistas, no deja de ser el recuerdo de un recuerdo, los dos más pequeños de la casa empezaron a plantearse cosas. Hay quien dice que la más pilla fue Miriam, que luego arrastró con ella a la perdición a su primo Adrián. Hay quien cuenta que fueron los dos. Para el caso, eso es lo de menos. Lo cierto es que ambos, perspicaces como ellos solos, empezaron a sospechar de su abuelo y a vigilar sus movimientos. Y de esa forma, en uno de los cajones de su mesita de noche, dieron con el lugar del que salían los Chupa Chups. No dijeron nada, por supuesto. Así podrían conseguir siempre el de la maceta y luego, si se quedaban con ganas de más, rebuscar en el cajón de su abuelo. Entre ellos dos se creó un vínculo especial. Ese que une a las personas que conocen un secreto. Y ese vínculo se extendió también al tercer protagonista de la historia, que durante un tiempo siguió creyendo en la maceta que daba Chupa Chups.
Y colorín, colorado, esta leyenda se ha acabado.
PD: Esa unión entre nosotros tres sigue tan viva como siempre. A pesar de la distancia. Y del tiempo que ahora pasa entre cada vez que nos vemos. Es más, estas Navidades, mis primos vinieron a ver a Maramoto y a pasar un rato con nosotros. Y le hicieron a la peque uno de los regalos más especiales que ha recibido hasta la fecha. Es el cuadro de la imagen que da inicio a este post. La ilustración es de mi primo Fernan, que es un artista, y representa nuestra historia con la maceta que daba Chupa Chups. Para mí es un canto a la imaginación y a la inocencia. Un recuerdo precioso de unos años maravillosos. Una leyenda que desde ya es un legado para nuestra pequeña saltamontes. Gracias por el regalo, primos.