Hablo más de cosas curiosas y sorprendente que nos ocurren a los dos al mismo tiempo, como si nos uniera un lazo invisible. Intuyo que si nos ha pasado a nosotros, será algo que le suceda también al resto de madres y padres con sus hijos. ¿Es así?
Un ejemplo muy representativo es una experiencia que viví durante la lactancia. Salvando los problemas del primer mes y que se resolvieron gracias al alquiler de un sacaleches de doble extracción, conseguimos instaurar las tomas sobre el segundo y tercer mes de vida del chiquitín. Mi bebé tendría unos tres o cuatro meses y se despertaba dos o tres veces por la noche para tomar pecho. Estábamos tan sincronizados (a pesar de mis hondas ojeras y de mis escasas horas de sueño que me obligaban a arrastrarme por el suelo) que por la noche me despertaba con un hormigueo casi doloroso en el pecho, como si estuvieran rebosantes (y en efecto así era), justo unos minutos antes de que el pequeño se despertara suplicando como un loco por su comida.
No creo que fuera que mis oídos estaban alerta de cualquier pequeño sonido que emitiera el chiquitín, sino que mis pechos se habían llenado al mismo ritmo en que se había vaciado su estómago. Pecho y bebé formaban parte de un reloj que funcionaba a la perfección. No siempre fue así, -también pasamos por pequeñas crisis de lactancia y mastitis en dos ocasiones-, pero aquella sensación de estar completamente compenetrados y ser una unidad en dos cuerpos diferentes no se me puede quitar del recuerdo.
Esta sincronía de la que hablo la vivo ahora todas las noches en el momento de acostarlo. Desde que le pasamos a su camita, el enano sólo se duerme si nos tumbamos con él y leemos dos o tres cuentos. Me agarra de la mano y espero pacientemente hasta que se duerme profundamente para escabullirme de la cama como puedo. Cuando estoy pensando en todas las cosas que tengo que hacer y en escaparme cuanto antes, es cuando más tarda en dormirse.
Y tengo comprobado que sólo cae rendido si me relajo, dejo la mente en blanco y empiezo a respirar con calma. Puede ser que note mis nervios (de hecho también se dice que en la lactancia una madre nerviosa se lo transmite a su bebé) o puede ser que, hasta que no siente que no estoy en el mismo estado de relajación que él, no se duerme. Lo malo de este sistema es que habitualmente caemos fritos los dos a la vez, y la cama no es precisamente cómoda con sus 60 escasos centímetros de anchura.
Otro ejemplo de esta sensación de la que hablo está en el plano más emocional y tiene mucho que ver con la empatía. Si me río a carcajada limpia, el enano se ríe como un loco, sin entender el por qué, pero con mucho sentimiento. Y si lloro por algo que he visto en una película o un anuncio de televisión (que cada vez son más lacrimógenos), tuerce el gesto, comienza con un pucherito y termina en un llanto desconsolado que duele sólo de verlo. No para hasta que ve que estoy bien, me seco las lágrimas y me río un poco. Si estoy nerviosa o irritada, lo nota, y si estoy relajada o dicharachera, él también.
Como un pequeño espejo en el que me reflejo, o como si después de que ha estado dentro de mí en el embarazo, hubiera quedado tras el parto un trocito de mí en él.
¿No es esta sensación absolutamente increíble?
La entrada La sincronización entre madre e hijo aparece primero en Y, además, mamá.