La semana pasada leía un post de Criar Sentir Vivir que me hizo mucha gracia porque justo abordaba un tema que tenía pendiente desde hacía algunas semanas: El afán de sus peques por ir descalzos. Yo a Maramoto, entre muchas otras cosas que ya conté en un post reciente, la llamo "La Descalza". Maramoto alias "La Descalza". Os podéis imaginar el porqué.
A veces pienso que para homenajear y contentar a su papá en prácticas, la niña ha salido garrapatera, así que le canto a voz en grito y desafinando a cada nota la letra (modificada para la ocasión) de una de las canciones más emblemáticas de Los Delinqüentes, uno de esos grupos que marcaron mi juventud (y la de muchos amigos míos), de la misma forma que la marcó el mítico coche de mi padre, donde sonaba sin parar en las noches de fiesta, locura y borrachera de la primera década del siglo XXI: "A ella le llaman la descalza porque en invierno usa chanclas, y ella lo hace pa notarse en el fresquito de la mañana?". Y paro que se me van los pies.
Maramoto disfruta yendo descalza. Sus papás apenas le pusimos zapatillas (para salir a la calle) hasta que empezó a andar. Una vez que dominó este arte, en la calle no nos quedó más remedio que calzarla (aunque muchas veces ponerle una zapatilla nos hiciese sudar tanto o más que correr una maratón en pleno verano madrileño), pero para estar en casa abogamos por comprarle unas zapatillas antideslizantes que encontramos en Decathlon y que, yendo calzados, dan la sensación de ir sin nada en los pies.
Con éstas no hemos tenido mucho problema para ponérselas, pero de vez en cuando decide que no. Es más, de vez en cuando decide que se quiere quitar hasta los calcetines e ir completamente descalza. Al principio entrábamos en modo pánico porque en casa no tenemos tarima y el suelo es frío, así que enseguida nos preocupábamos porque se iba a resfriar y todas esas cosas que nos quitan el sueño a los padres. Luego caímos en la cuenta de que teníamos que aprender a vivir con ello y dejar de ser tan dramapapás. El motivo es muy sencillo: Si intentábamos volverle a poner los calcetines, Maramoto montaba en cólera y se ponía a gritar y a llorar porque ella quería ir descalza. ¿Valía la pena enfurruñarla por eso? ¿No es mejor respetar su decisión y dejarnos de miedos? Llegamos a la conclusión de que la respuesta a la primera pregunta era un “No” y la de la segunda era un “Sí”.
Así que de vez en cuando, tampoco es algo que pase todos los días, nuestra pequeña saltamontes decide que no quiere saber nada de zapatillas y calcetines y anda por casa con sus pies en total libertad, feliz por sentir el fresquito del suelo y por experimentar esa sensación del pie al pegarse contra las plaquetas. Y yo la miro y me siento más garrapatero que nunca. Tan garrapatero que pienso que “la quiero, la quiero, como las peras a los peros”.