Ha costado, pero al fin, llegó el frío del invierno. Y con él, las eternas discusiones madre - hijos sobre la cantidad de capas, más o menos gruesas, que se deben colocar antes de salir de los muros calentitos del hogar.
Discusiones cansinas, agotadoras y estresantes que terminan con la claudicación de nosotras, las madres (siempre) sufridoras. "Ok, tu ponte el anorak, y si luego hace calor, te lo quitas".
Ilusas de nosotras, nunca pensamos en ese preciso momento de desesperación y ganas de salir, de una vez por todas, de casa, antes de que termine el día, que esa frase nos convertirá unos pocos minutos después, en percheros andantes.
Será que yo soy cual témpano vampírico que tiene frío hasta en agosto y en la playa o que mis niños son como hornillos andantes a los que espachurro vilmente cuando busco un poco de calor humano. Será no sé por qué razón, pero mis hijos, y muchos hijos de muchas madres, nunca tienen frío.
Es cierto que nosotras salimos a la calle y caminamos (cada vez más) como abuelitas, tranquilitas. No nos ponemos a saltar, a caminar adelante y atrás cual si hiciéramos algún tipo de baile improvisado, ni hacemos de repente una carrera como si hubiéramos visto ante nuestras narices al simpático conejo de Alicia. Hay que reconocer que si hiciéramos todo eso que nuestros pequeños terremotos hacen nada más salir por la puerta cual animalillos enjaulados, quizás también nos sobraría desde la camiseta de felpa de ropa interior, hasta la bufanda, los guantes, el gorro, la camisa, el jersey, la chaqueta y el anorak.
Pero, qué le vamos a hacer, una cuando se convierte en madre, se vuelve más friolera (si cabe) y más sufridora por la temperatura corporal de los suyos. Debe ser ley de vida.