Alberto di Lolli, enviado especial de El Mundo
A estas alturas, todo el mundo sabe ya que te llamabas Aylan. La gente necesita poner nombres a los dramas para hacerlos más suyos. Yo te prefería vivo, por supuesto. Pero una vez consumado el drama te prefería también anónimo. Sin nombre. Siendo tú y siendo todos los niños a la vez. Porque la primera vez que te vi en un vídeo, cuando tu cuerpo inerte fue recogido de la orilla del mediterráneo por un gendarme, tú, en la pequeñez de tus tres años, fuiste también mi hija. Por un momento fuiste Mara. Y estando en el trabajo no pude reprimir las lágrimas. De rabia y de desconsuelo. De impotencia. Imagino que les pasó lo mismo a muchos otros padres. Por un instante dejaste de ser Aylan y fuiste nuestro hijo. Fuiste millones de hijos en cada rincón del planeta.
Luego, como sucede con cada tragedia que nos daña la vista y nos obliga a despertar de nuestro letargo, se montó un debate artificial sobre si la foto, tú foto, debería haber sido publicada o no. Un debate que siempre da mucho juego a los medios de comunicación y que mantiene entretenida a la población mientras se olvida de lo realmente importante. Del drama que vive tu pueblo, el sirio, atrapado como está entre las fauces de un dictador que ha contado durante décadas con la connivencia de occidente y el radicalismo sin mesura del Estado Islámico. De la odisea de todos aquellos que, como tú, buscan un futuro lejos de la guerra y de un país que se derrumba mientras el mundo mira hacia otra parte. De la desdicha de todos aquellos que se han quedado por el camino, en las calles de Alepo, en un camión cerrado a cal y canto en una autopista del Este de Europa o en el cementerio del Mediterráneo.
Te voy a decir una cosa, Aylan: Tu imagen duele tanto que desgarra el alma. Y tú, pequeño héroe de la foto, merecías que fuese publicada. Tras cuatro años de guerra en tu país y meses de éxodo hacia Europa de tus compatriotas, ninguna imagen había conseguido despertarnos de nuestro sueño para llevarnos a vuestra pesadilla. Ninguna. El ruido de las bombas nos quedaba tan lejano que ni siquiera cuando ya estabais tocando a las puertas de Europa os escuchamos. Es terriblemente triste, pero sólo tú, con esa fuerza arrolladora que te otorga la niñez y la inocencia, podías conseguir que Europa recuperase la vista y el oído para escuchar vuestro atronador grito de auxilio. Hasta entonces vuestras voces se quedaban en las concertinas. En esas vallas que son nuestra vergüenza, el símbolo de nuestro fracaso como sociedad.
¿Sabes? Tengo la certeza de que sin tu foto los gobernantes europeos seguirían enfrascados en sus absurdos debates de cupos, eternizando la decisión mientras en nuestras costas y nuestras carreteras se amontonan los cadáveres de inocentes. Tu cuerpo tumbado sobre la arena destapó todas nuestras miserias y les obligó a reaccionar. Como nos obligó a reaccionar también a nosotros, a los ciudadanos de a pie. Como sociedad jamás deberíamos perdonarnos haber permitido esa imagen. Haber tardado tanto en reaccionar. Haber llegado tarde para ti y para los más de 15.000 niños que se ha llevado ya por delante la guerra de Siria.
Hoy, Aylan, gracias a ti, muchos sirios han llegado a su Dorado alemán y otros cientos de miles serán acogidos en Europa en los próximos meses. Que nadie olvide, ni nosotros ni ellos, que todo se lo debemos a ese niño de tres años que tuvo que morir para abrir las puertas del cielo a sus compatriotas. A ese pequeño que tuvo la capacidad de despertarnos de nuestro letargo al convertirse en millones de hijos a la vez sin dejar de ser Aylan en ningún momento. Que nadie olvide que te lo debemos a ti, pequeño héroe de la foto.