Difícil parece saber si alguien cambiaría de opinión de haber sentido de antemano los efectos de meses, a veces años, de sueño intermitente, el reto diario de conseguir que coma, que respete a sus compañeros de juegos, que sea un niño responsable, que ponga interés en los estudios… y tantas cosas que sería largo mencionar y otras muchas que ignoro.
Pueden hacerse cuesta arriba la falta de descanso, el fin de la libertad y la improvisación, del ‘aquí te pillo, aquí te mato’ en todos los sentidos. Menos se nos previene del precio emocional, si puede llamarse así al reencuentro, quieras o no, con tu yo más íntimo, con heridas que creíste superadas y regresan del modo menos pensado. A veces conviene echar más cabeza y menos corazón y asumir sin dramas los arrebatos infantiles, las primeras rabietas, la búsqueda inconsciente de límites.
Pero acompañar a un hijo en su crecimiento nos remueve y despierta al niño que fuimos. Vuelve el crío que lloraba por las noches cuando sus amigos le dieron de lado, el que sufrió acoso o burlas por no ser como los demás, el que fue tachado de ‘malo’ porque un día pegó a un compañero. Es entonces cuando hay que echarle cabeza para que el niño de ayer no ahogue al de hoy, para que no le impida ser él mismo y hallar su lugar en el mundo.