Cosas que dejan huella

?Todo viaja hacia su difuminación y se pierde y pocas cosas dejan huella, sobre todo si no se repiten, si acontecen una sola vez y ya no vuelven, lo mismo que las que se instalan demasiado cómodamente y vuelven a diario y se yuxtaponen, tampoco esas dejan huella?

Javier Marías, Mañana en la batalla piensa en mi

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El otro día, dando un repaso a los últimos posts que he compartido, me di cuenta de que quizás estaba hablando mucho de muchas cosas pero poco de aquellas otras que verdaderamente me marcan en mi día a día. Acontecimientos cotidianos que quizás por esa cotidianidad, por esa repetición diaria, pierden relevancia y prioridad a la hora de ser protagonistas principales en alguno de estos artículos que pueblan cada vez de forma más numerosa y consecutiva las calles de este pequeño rincón de la galaxia internet.

Así que hoy, aprovechando que es el Día del Padre (¡Mi primer Día del Padre!), quiero dedicar este artículo a hablar de esas cosas que marcan mi vida y cuya huella quiero que se plasme más allá de mi mente (que ya sabemos que es muy olvidadiza). Esas escasas pero valiosas cosas que aunque pasen sólo una vez o se repitan cada día siempre acaban dejando una huella en el interior del que tiene la suerte de vivirlas. Para que el día de mañana, cuando lo recuerde vagamente y se lo quiera contar a mi pequeña saltamontes, tenga un documento que respalde mis historias de abuelo cebolleta. Para que el día de mañana sean ellas las que prevalezcan y no todas esas quejas y maldiciones con las que regamos nuestros días.

Y mi pequeña bebé llena mis días de quejas y señales inequívocas de agotamiento físico y mental, pero también de momentos únicos que me recuerdan lo maravillosa que es la vida de un papá en prácticas. Momentos que empiezan con el despertar de cada nuevo día, cuando me desvela el despertador y al abrir los ojos me encuentro a Mara dormida a mi lado, con un brazo tocándome a mí y otro buscando el calor de su mamá. Como si quisiera estar segura de que nos tiene a los dos al alcance. Tan cerca como para poder estar completamente segura y dormir a pierna suelta. En un sueño profundo cuyo silencio se ve interrumpido de vez en cuando por un suspiro. Esos suspiros con los que la mamá jefa y un servidor morimos de amor y ternura cada día desde que nació nuestra bebé. Bendito colecho.

Momentos como los que me regala con cada sonrisa, con la boca bien abierta, cada vez que le digo cualquier tontería o busco su atención con cualquier ruido. Sonrisas cuya huella queda marcada especialmente cuando me las dedica mientras toma el pecho de su madre. En esos pequeños fragmentos de tiempo en los que escucha mi voz, deja lo que se trae entre manos por un momento, gira su cabeza buscando el lugar del que procede mi voz y me sonríe con una mirada que el papá en prácticas ve (o quiere ver) cargada de amor.

Instantes como los que vivo muchas noches, antes de acostarme, cuando la peque se duerme en mis brazos o la mamá jefa me la cede ya dormida. Y la miro. Y la vuelvo a mirar. Y me fijo en cada una de las facciones de su cara. En cada uno de los movimientos inconscientes que hace con su boca. Con detalle. Para retenerlos y recordarlos cuando ya no pueda dormirla en brazos. O ella no quiera, que será lo más probable.  Para poder contarle algún día que aunque a veces me vi superado por sus lloros y sus gritos, las únicas huellas que sobrevivieron inalterables al paso del tiempo fueron las que ella me marcó en esos momentos únicos que me regalaba cada día. Fuese o no el Día del Padre.

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