Estamos atravesando un último mes y medio complicado. No es que los 30 meses de antes hayan sido más fáciles, que la mamá jefa me dice que tengo tendencia a dulcificar el pasado, pero lo cierto es que las últimas semanas están siendo una locura con las rabietas, especialmente para Diana, que tras el fin de la escuela infantil es la que pasa más horas con una pequeña saltamontes en permanente estado de combustión y con la mecha muy corta y muy rápida, siempre lista para explotar, como los petardos gordos y sonoros de ‘la terreta’ de su papá en prácticas. El caloret faller y esas cosas. Ya sabéis.
Como he comentado por aquí en repetidas ocasiones, Maramoto siempre ha tenido mucho carácter y ha sido muy tenaz, como dice su tía Pipi, pero en las últimas semanas lo ha llevado al extremo y la pobre vive en una sucesión de enfados que la llevan a pasarse gran parte del día (por no decir tres cuartas partes del mismo) llorando, con rabietas sucesivas, largas y prolongadas (hemos llegado a contabilizar alguna de tres horas) en las que lo pasa muy mal, porque está sufriendo, pero nos sentimos incapaces de ayudarla, porque muchas veces no existe un motivo claro y tampoco atiende a razones, como por otra parte es normal.
A veces, al comentarlo a modo de desahogo (¡¿Quién nos mandará desahogarnos?!), llegan los comentarios típicos: que si hay que ponerle límites, que si es por caprichos, que si no podemos permitirlo… Los básicos de la temporada, vaya. Pero nosotros, aunque a veces mentalmente nos cueste, sabemos que sí, que podemos permitirlo, porque nuestra hija está aprendiendo a gestionar sus emociones. Y las rabietas son un paso básico. Y sabemos también que no son por una cuestión de límites, porque en casa los tenemos y a veces nos cuestan rabietas. Las menos, la verdad. La mayoría son por cosas aparentemente inocuas como un mal despertar de la siesta, una camiseta que se pone mal o una tortita que se le ha roto. Cualquier pequeño detalle puede hacer saltar la chispa.
Es más, nosotros tenemos otras explicaciones a esta racha de RABIETAS (así, en mayúsculas) y que nos parecen mucho más comprensibles: en los últimos meses Mara ha tenido muchos cambios en su vida (nuevo piso, entrada en la guarde, espera un hermanito, ha dejado la teta, está dejando el pañal…) y puede que ahora, después de madurarlos, esté dando rienda suelta a todos los sentimientos que le han generado tantas novedades consecutivas. Eso, y que tenemos la sensación de que en la escuela infantil se reprimía (o la reprimían) bastante, nos parece un cóctel bastante explosivo para una niña –no lo olvidemos- de solo dos años y medio. Cómo no entenderla.
El estado físico y mental marca la diferencia
Sea como sea, lo cierto es que las rabietas están ahí, repitiéndose en un bucle incesante, y al final somos nosotros, que somos los adultos, los que deberíamos tener las herramientas para afrontarlas, algo que no resulta del todo fácil, ya que ni nos han preparado para ello ni, por desgracia, hemos crecido la inmensa mayoría en un mundo que respetase las rabietas. Más bien todo lo contrario. Se reprimían con cachetes, regalos, amenazas, sobornos o gritos, así que tenemos una tarea nada sencilla: dar la vuelta a la tortilla sin ejemplos a los que agarrarnos.
Y bueno, hay días en los que te sientes el mejor chef del mundo y piensas que no sólo le vas a dar la vuelta a la tortilla, sino que hasta te vas a atrever a cambiar los ingredientes. Pero luego hay otros en los que te sientes completamente superado y ves que se te quema la tortilla sin poder hacer nada por evitarlo. Y es que nadie nos ha preparado mentalmente para escuchar a una niña gritar y llorar durante horas y sin descanso; para soportar el desgaste mental que eso supone; para imaginar a diario que tus vecinos se estarán preguntando que qué le harán los padres a esa niña del tercero que siempre les sonríe por la escalera para que se pase las horas llorando y chillando.
Unos y otros días, los del gran chef y los del mediocre cocinero de uno de esos bares que visita (o visitaba, que ahora no vemos la tele) Chicote, vienen determinados en muchas ocasiones por nuestro estado mental y físico. Cómo nos han enseñado que hay que reprimir las rabietas y cada día luchamos por llevar la contraria a ese precepto, si un día estamos físicamente agotados (porque hemos dormido poco y mal) o mentalmente agotados (porque hemos tenido un mal día en el trabajo o lo que sea), tendemos a sacar a la luz el yo heredado, el que no nos gusta, el que no queremos ser, y perdemos los nervios más de la cuenta y decimos frases que no queremos decir, porque nos retrotraen a un pasado muy lejano. Y luego nos sentimos mal. Y encima arrastramos con la culpa.
Si por el contrario, en el mejor de los casos, estamos física y mentalmente descansados, somos capaces de afrontar mucho mejor las rabietas, de acompañar a nuestra hija, de intentar comprenderla y de ponernos en su lugar. Y nos acercamos más al modelo que nos gustaría poder ser, aunque ese modelo no siempre esté al alcance de nuestra mano. Esos días, curiosamente, las rabietas duran lo mismo, pero cuando conseguimos salir de ellas lo hacemos más relajados y escapamos del bucle de negatividad con mucha más facilidad. Y eso también lo notan nuestros hijos. Lástima que la vida no sea más sencilla y no siempre podamos estar al nivel que nos exigimos. Aunque quizás entonces perderíamos un poco de esa naturalidad que nos da el ser padres absolutamente imperfectos.