La semana pasada el papá en prácticas volvió a su querida Valencia después de ocho meses sin pisarla. Y esta vez fue un retorno especial, porque a la mamá jefa y a un servidor se sumó nuestra pequeña saltamontes. Cuatro meses después de su nacimiento cogió por primera vez un AVE y abandonó su entorno más allá de los 20 kilómetros a la redonda en los que nos solemos mover en Madrid. A 350 kilómetros y poco más de hora y media de viaje nos esperaban los abuelos modernos (de los que ya os hablé en este post) y un sinfín de amigos y familia que llevaban cuatro meses deseando conocer a la fofucha.
Hasta ahora, por consejo de otros papás y por argumentos propios, habíamos ido retrasando el viaje por dos motivos: El primero es que no queríamos trastocar la rutina de Mara siendo tan sumamente bebé. El segundo es que en Valencia nos esperaba tanta gente dispuesta a coger y a achuchar a la pequeña que nos daba miedo que se volviese loca. Y el viernes y el sábado, después de visitas y visitas, se volvió loca. Aunque estamos seguros de que mucho menos de lo que se hubiese vuelto hace dos o tres meses.
Con Valencia siempre he tenido una relación de amor-odio. Odio por los corruptos que la gobiernan y por la gente que los vota cada cuatro años aletargados por las fallas y la farándula. Amor por su belleza (que ni los políticos pueden corromper), por su mar y por ese clima que la hace única. Salimos de Madrid con lluvia y 4º y llegamos a Valencia con sol y 22º. Uno de esos días primaverales tan comunes en los inviernos mediterráneos. Es con toda seguridad una de las cosas que más echo de menos en mi día a día en la capital. El sol, el calor y la luz. Muchas veces tengo la sensación de que durante ocho meses la vida en Madrid transcurre en blanco y negro. Y que si quiero ver el mundo el color no me queda otra que viajar hasta mi patria.
Mi patria. Lo que más echo en falta cada día. Mi patria entendida a la manera de Federico Luppi en Martín H. Mi barrio, mis amigos, mi familia… Y me alegró de que Mara pudiese conocer por primera vez esas calles que me vieron crecer y a esas personas que me acompañaron en el trayecto. Especialmente porque en un momento familiar duro y difícil como el que nos está tocando vivir, sé que la presencia de nuestra pequeña ayudó a que, al menos durante unos minutos, la gente que me rodea se olvidase de lo perra que es la vida y recordase lo maravillosa que puede ser cuando la ilumina la sonrisa de una bebé.