Una tarde cualquiera de un día cualquiera, más bien un día nublado de aquellos en los que salir y empezar a ponerte capas a lo cebolla no apetece demasiado decides ordenar un poco, solo un poco, la cesta de los juguetes de tus pequeños.
Con su inestimable ayuda, sacando más cosas de las que una servidora guarda, empezamos a recolocar muñecos, coches, pelotas y demás objetos para su entretenimiento infantil. Es entonces cuando la sufrida Barbie desgreñada sale del fondo de la cesta con el cuello escañado por una cinta rosa. Estiras y estiras hasta que aparece un bolsito remono de colores morados, regalo de su segundo cumpleaños y que ya no recordabas que tenía. Mi pequeña princesa lo coge entonces entusiasmada, lo abre y mete toda su pequeña pero ya voluminosa cabeza hasta los confines del plástico buscando vaya usted a saber el qué.
Y yo, que continúo en mi ardua tarea de poner las princesas Disney todas juntitas al lado de los Rayo McQueen que se reproducen por doquier, veo con estupor como aparece otro bolso, este de un tono rosa palo; pero es que al meter la mano de nuevo sin mirar como si fuera a sacar el boleto ganador, me sale una mochila transparente con otro bolsito estampado colgado del mismo.
- ¡Madre mía, cariño! ¿No crees que tienes una cantidad desorbitada de bolsos? ¿Y ahora quieres pedir otro para reyes?
La pobre me mira con cara de sorpresa, con los ojos abiertos y sin pestañear, pero suspira aliviada cuando una voz desde el pasillo resuena contundente.
- Mira quien fue a hablar...
Y es entonces cuando mi pequeña princesa sonríe con esa sonrisa que encandila a su mamá y hace uso de una sorna demasiado precoz para su edad.
- Lo ves mami... como tú.
El besito estampado en mi mejilla sonrosada más por la ofuscación que por el calor evita cualquier tipo de comentario por mi parte. Y es que tiene toda la razón. Me gusta más un bolso que una piruleta a un niño.