Aunque ahora estemos agotados, estresados y superados, muchas veces con pocas o ningunas ganas de hablar, nunca se me olvida el cúmulo de coincidencias y cruces de caminos que es mi relación con la mamá jefa, algo de lo que ya hablé en un post titulado Maktub. Con el tiempo, y aunque parecía imposible, esas coincidencias se han ido incrementando para nuestra sorpresa. Así, hace apenas unas semanas, nos dimos cuenta de que el día en que nos conocimos coincidió sin que fuese nada premeditado con el día en que nos casamos (22 de junio). ¿Cuántas posibilidades había de que eso sucediese? 1 entre 365. Y pasó. Reciéntemente también, en la Feria del Libro, mientras Jesús Carrasco nos dedicaba “La tierra que pisamos”, el escritor nos dijo: “¿Os habéis dado cuenta de que vuestros nombres tienen las mismas letras? Sólo le falta al de ella una erre”. Para el recuerdo nos dejó una de las dedicatorias más bonitas que alguien podría recibir: “Para Adrián y Diana, con la esperanza de que Diana encuentre una erre”.
El sábado, 9 de julio, cumplíamos cinco años como pareja. Y el sábado, 9 de julio, Quique González, nuestro cantante favorito, el que puede explicar todo este tiempo con las letras de sus canciones, daba un concierto. En Madrid. ¿Cuántas posibilidades había de que eso sucediese? Muy pocas. Mínimas. Y pasó. Así que hicimos venir a los abuelos de Valencia (gracias por todo, papás) y por primera vez en tres años nos fuimos los dos solos a cenar (no sin antes pasar por el kilómetro cero, donde empezó todo). Y a escuchar en directo a Quique González. No podíamos dejar escapar esa coincidencia del destino. Fue un momento de paz y diversión dentro de estos días de locos que nos toca vivir. Un momento que se nos hizo corto y que necesitábamos como agua de mayo, aunque la realidad nos hiciese olvidarlo pronto. Quizás Demasiado.
Estando en el concierto, dejándonos la voz y las palmas en cada canción, caí en la cuenta de que las letras de las canciones de Quique González pueden explicar por sí solas nuestra historia. Desde el comienzo, cuando ambos necesitábamos entrar en los sueños de alguien y nuestras Rayban no dejaban ver las lágrimas, cansados como estábamos de perder. Y como entonces, como kamikazes enamorados, como pistoleros de sangre caliente, nos la jugamos un poco. Fuimos valientes. Y pedimos más madera porque queríamos vivir sin tener que contar las estrellas. Y recuerdo cuando nuestros cuerpos entraron en contacto, que temblamos como si fuese la primera vez, como si fuésemos a largarnos después y no quisiéramos.
Me bastaron esos destellos para darme cuenta de que hay que creer en ciertos seres humanos en estos días que pasan. Y en Diana valía la pena creer. Se notaba desde la distancia. Tanto, que tuve la sensación de que el mundo había estado girando en un sentido absurdo mientras yo la esperaba, porque no había otra explicación a que no me hubiese dado cuenta hasta entonces de que cada día puede ser un gran día, pero que hay días más grandes todavía. Como los de aquellas primeras vacaciones en Cádiz. Aquel verano de doble ración de carretera y manta para los dos, cuando nos fuimos conduciendo hacia el Puerto de Santa María, con sus piernas ardiendo en el salpicadero. Allí, entre daiquiris blues en la noche del sábado, fantaseamos con nuestra vida juntos, con el futuro que nos esperaba. E inventamos mareas, tripulamos barcos, y encendimos con besos el mar de nuestros labios.
Y aquel sueño en vida que fue Cádiz acabó. Como acaban todos los sueños. Y durante unos meses tuvimos que vivir separados. Yo en Valencia. Ella en Madrid. ¿Cuándo vas a venir otra vez a Madrid? ¿Cuándo vas a venir otra vez por aqui?, me preguntaba Diana. Y yo le decía que cuando girara el poniente en su pelo, porque para entonces ya me había dado cuenta de que incluso nuestras diferencias congeniaban como dos gotas de agua y que lo que ella me había dejado ya había echado raíces que el viento no iba a arrancar. Por eso, estando en Valencia, a 350 kilómetros de distancia, empecé a sentir que me sobraban motivos, pero que me faltaba ella sobre la cama, que necesitaba su madrugada.
Así que me fui a buscarla por las calles de Madrid, consciente de que incluso en los días malos es mejor unos labios tristes que cien aviones despegando y que era mucho mejor mi vida si ella estaba dentro. Porque sé que en ella, en Diana, cuando las cartas vienen mal dadas, tengo una estrella de reserva en la estación de sus caderas. Desde entonces pasa la vida entre nosotros dos, pasa la vida para verla sonreír. Y sé que si esa sonrisa no se apaga, nadie podrá con nosotros. Sobre todo si seguimos andando juntos, con la luna debajo del brazo.
PD1: No está pasando la mamá jefa sus mejores días. Espero que este post le robe una sonrisa (o una lágrima de alegría) y que le recuerde lo maravillosa que es, aunque ella no siempre sea consciente de eso.
PD2: La playlist de Kamikazes enamorados. Por si os queréis re-enamorar.