Escribía la escritora francesa Annie Ernaux en ‘La mujer helada’ (‘La femme gelée’, que en francés suena más bonito): “Durante dos años. en la flor de la edad, toda la libertad de mi vida se ha resumido en el suspense de una siesta de niño cada tarde”. Y desde la distancia temporal (el libro fue escrito en 1981, antes incluso de que yo naciese) y geográfica que me separa de la autora, me parece la reflexión más brillante que he leído nunca sobre la siesta, esa costumbre tan típica española que adquiere un nuevo significado cuando uno se convierte en padre y la que la duerme es una bebé que durante un tiempo indeterminado (nunca se sabe cuánto, de ahí el suspense) te da un respiro, casi una bombona de oxígeno, que a los padres nos da la vida. Aunque durante ese tiempo no paremos y sigamos haciendo cosas, tapando los agujeros de unos días que hacen aguas, intentando poner orden en el caos en el que se han convertido nuestras vidas.
Porque hablando con otros padres con bebés/niños de edades similares a la de Maramoto, uno se da cuenta de que la siesta es el astro sobre el que orbitan los días de la mayoría de nosotros, la costumbre sobre la que depositamos toda nuestra fe cuando estamos a punto de perder la cabeza, el hábito rutinario que nos trastoca la jornada cuando no se produce. O cuando se produce demasiado tarde y pone en entredicho el poco descanso nocturno con el que vamos tirando; porque nuestros hijos recargan pilas, pero nosotros las tenemos ya agotadas y se nos hace un poco inviable aguantar despiertos hasta altas horas de la madrugada, con ellos on fire y sin dar síntomas de cansancio. Pienso en esos días y una gota de sudor frío hace puenting desde mi frente.
La siesta. Aún recuerdo cuando Mara era una bebé. Creo que durante su primer año y medio de vida nunca se pegó una siesta de más de 20 minutos. Escuchábamos de otros bebés que podían dormir más de una hora y eso nos generaba cierta frustración, porque en su siesta teníamos depositadas nuestras esperanzas de hacer todo lo que teníamos pendiente. Y nunca nos dio tiempo a nada. Con 20 minutos cuando uno quiere empezar a hacer algo ya ha sonado la campana. Y toca volver a empezar. El pasado sábado, un gran amigo mío de la infancia, me decía que sus mellizos, de apenas un año, se dormían la siesta con facilidad en el coche, pero que una vez dormidos no podía parar o se despertaban. Así que uno, papá o mamá, subía a hacer las tareas del hogar pendientes mientras el otro daba vueltas con el coche por el pueblo. Y por los pueblos vecinos. Sin parar. Para alargar ese momento único que para los padres es tocar la gloria, casi como subir al escalón más alto del podio en los Juegos Olímpicos. O más.
Mara duerme ahora siestas de dos horas. Tres si no la despertamos. Así que durante nuestras ya agotadas vacaciones y ahora que trabajo sólo por las mañanas, mientras llega el inicio del curso, de su aterrizaje en el “cole de mayores”, nuestros días se organizan en torno a su siesta, ese momento en el que intentamos sacar adelante gran parte del trabajo que se nos acumula entre Tacatá, los blogs y la casa. Así que ya nos levantamos por la mañana y decimos aquello de “cuando se duerma la siesta…”. Luego, como esto de la siesta es puro suspense, hay días en los que la pequeña saltamontes decide que quiere prescindir de ella. Y entonces, como hoy (por ayer), me veo a las 23:30 horas de la noche escribiendo este post, recuperando “toda la libertad de mi vida” que Maramoto me negó al no querer echarse la siesta.