Una no conoce del todo a su hijo hasta que no lo descubre en plena libertad en el patio del colegio, esa salvaje jungla en la que los niños se intercambian sus bocadillos y fruta por galletas a escondidas de sus padres.
El patio tiene sus reglas y ellos las aprenden rápidamente. A los padres nos cuesta algo más, pero sólo hasta que descubrimos mejor no interceder en los intercambios de cromos de fútbol y hacer de tripas corazón cuando al niño le han dado gato por liebre. Es la primera ley del patio: los mayores van a tratar de quitarle como sea todos los buenos (Messi o Cristiano no duran ni dos segundos en sus manos), pero él terminará haciendo lo mismo dentro de poco a los más pequeños. Es un aprendizaje por el que todos pasan.
El cabreo se pasa cuando vuelve feliz con su taco de cromos, contando entre sonrisas que “un mayor” le ha hecho un cambio. Aunque el cambio sea muchas veces por nada. Porque para estos enanos los cromos de fútbol son lo de menos. El mío no tiene ni álbum, lo que quiere es estar dentro del corro de cambios, a poder ser con mayores.
A los padres nos cuesta descubrir la distancia exacta de la tranquilidad, pero la hay: es el punto exacto desde el que se está cerca pero dejando su espacio. Una cruz invisible en el suelo que permite que puedan resolver sus conflictos, una distancia a medias que deja cuerda libre para que se alejen en pequeños grupos a la esquina más escondida a buscar palos, perseguir bichos o jugar a peleas.
El lugar desde el que ver, con la sonrisa en la cara, cómo los pequeños hacen piña para defender su territorio de “los de cinco años”, -esos grandes a los que todos miran con admiración y respeto-. Sólo de esa distancia cerca-lejos se les escucha cómo el más espabilado del grupo les advierte, “eh, que somos pequeños pero no tontos”.
Tras la batalla, queda recomponer al pequeño asilvestrado. El patio también transforma a nuestros enanos: da igual lo limpio y arreglado que lleves a un niño por la mañana, después de sus horas de clase y patio vuelve a casa con el abrigo embadurnado en barro, los pantalones salpicados de corronchos por escapes de pis, las rodillas de los pantalones agujereados y las mangas de la sudadera usadas como pañuelo de mocos. Su bolsa del almuerzo y sus juguetes están diseminados por cualquier esquina del patio. Lavadora y vuelta a empezar. Con dos cromos de menos y tres historietas más para contar.
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