Al fin llega lo bueno, me trasladan a la zona de partos. Paso de una camilla a otra arrastrándome con los codos y me viene la imagen de una ballena varada. Ser trasladada en camilla tiene sus cosas buenas y malas, por un lado tengo una maravillosa vista del techo y por el otro, pues eso, una maravillosa vista del techo
Me traslada el mismo chico que me trajo en silla de ruedas por la mañana. Le digo que estoy agotada y me dice: “Normal, llevas aquí desde que te bajé las ocho”.
¿En serio? En ese momento me doy cuenta. Son casi las siete de la tarde. Llevo unas 11 horas “currando”. Porque aunque las contracciones y la dilatación no sean un trabajo consciente, el cuerpo no deja de sufrir las consecuencias de tal esfuerzo.
No tengo miedo, pero me viene un raro pensamiento a la cabeza: “Si ahora muero, por lo menos que el nene sobreviva”. Ahora lo pienso y la verdad es que no sé porque la idea de morirme me viene con tanta naturalidad y porqué la acepto tan tranquilamente cuando ahora mismo diría algo como: “Sí hombre, morirse, eso que lo haga otra, que a mi ahora mismo no me viene nada bien”.
En fin, ahí estoy en el meollo de la acción, Papá Pingu está peleándose con el gorrito porque no le cabe su larga melena (casi 60 cm de pelo que se gasta el señor). Le dan un gorro “de mujer”.
Se abre la puerta y me meten en la sala de partos, el techo ni fu ni fa. Las luces me recuerdan a las típicas imágenes de abducciones extraterrestres. Tengo que volver a pasar de una camilla a otra con el sistema de “ballena varada” y Papá Pingu prepara la cámara.
Nos dan las instrucciones, yo debo empujar durante las contracciones tal y como ya estaba haciendo antes, y él me tiene que sujetar la cabeza hacia delante durante los pujos, de manera que la barbilla toque con mi pecho. El matrón se tira encima de mi barriga y la primera vez me hace bastante daño, ya que no me esperaba que lo hiciera.
Me han renovado la epidural recientemente y tengo dificultades para controlar los músculos de la zona. Parece que no se mueve nada ahí abajo.
Volvemos a intentarlo, una y otra vez. Cada vez mi moral está más baja, pero sigo cogiendo aire como me han enseñado e intentando empujar sin grandes resultados.
En un momento dado, el doctor me mira y me dice: “El bebé no sale, hay que ayudarle. Voy a usar las espátulas para abrirle camino. Empuja bien fuerte.”
Yo no lo noto, ni me doy cuenta, pero Papá Pingu me cuenta después que en ese momento coge las tijeras y rápidamente me practica una episiotomía. Después introduce las espátulas y me dice que empuje en ese momento.
Y lo hago. Y noto como un “plop”. Y al doctor se le iluminan los ojos y dice “¡Alaaaa!” sorprendido. Es que mi hijo tiene una cabeza de un tamaño considerable, herencia de la familia de Papá Pingu.
Ahora ya está hecho, ha salido la cabeza y en un momento lo sacan entero, lo limpian un poco por encima y me lo ponen encima del pecho envuelto en el arrullo que traje. El niño llora y llora. Yo estoy absolutamente sorprendida. Vamos, yo ya sabía que tenía que salir un bebé de ahí, pero una cosa es la teoría y otra la práctica.
Le miro, aún sin creerme que ya está aquí, con lo mucho que había deseado ese momento y le digo: “No llores hijo, mírame a mi, que estoy hecha polvo. Soy yo la que tendría que llorar ahora”.
Y miro hacia el matrón y digo: “Se ha meado en mi barriga, pero me da igual”
No hay lágrimas por mi parte. Sigo en shock mientras se llevan al bebé para medirlo y molestarlo un poco con el test de Apgar, donde saca su primer excelente
Noto que mi barriga, que ahora es como un globo deshinchado, empieza a palpitar. Son contracciones pero distintas, es la placenta que sale sola. En ese momento pienso que ojalá los bebés salieran tan fácilmente como las placentas.
Me remiendan los bajos. La verdad es que yo no sé si me están cosiendo un desgarro o una episiotomía, pero me da igual. Mi mente está en otro lado.
Me piden que vuelva a cambiar de camilla. Otra vez a usar los codos, pero aunque estoy varada me siento menos ballena. Mi barriga ahora es como blandiblú y me hipnotiza ver sus movimientos mientras me traslado.
Me ponen a Pingüinito en el pecho y empieza el traslado a la habitación. Una enfermera nos va siguiendo y me dice que es un buen momento para que se coja al pecho por primera vez. Me pregunta si sé como va. Le digo que no lo he hecho nunca y me da algunas instrucciones rápidas.
Noto como el bebé presiona sus encías en el pezón y me sorprende sentir dolor. No me imaginaba que se cogería con tanta fuerza. Parece que no le tengo que explicar nada, él simplemente se dedica a succionar.
En medio del traslado abre los ojos y me mira fijamente. Es un momento genial, aunque están pasando mil cosas alrededor, el tiempo se detiene y es como si en el mundo solo existiéramos él y yo.
Papá Pingu llama a su familia, que había estado muy pendiente de la evolución del parto y estaban impacientes por recibir la noticia.
Llegamos a la habitación. Ahora ya tengo el máster de trasladarme con los codos y paso de la camilla a la cama. Se llevan al peque para lavarlo y su padre le acompaña.
Viene una enfermera a decirme que no me puedo levantar de la cama y que no puedo comer nada hasta nuevo aviso. En cuanto me lo dice me doy cuenta de que estoy hambrienta. Llevo ya un día entero sin comer nada. Le pregunto si puedo beber, ya que tengo la boca muy seca y me dice que tampoco, que ya me traerán comida y bebida cuando sea el momento.
Mi bebé vuelve aunque no han podido bañarlo, hay problemas con el agua caliente. El pobre tiene las mejillas marcadas por la presión de las espátulas. Pido que me lo pongan al pecho y así nos quedamos los dos, observándonos atentamente.
(Continuará)
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