Bueno, pues yo tenía muy claro que para parir quería a mi ginecólogo. No uno cualquiera que estuviera de guardia. No. Yo quería al mío, en quien siempre he tenido ciega fe y todo lo demás me sobraba. Sabia decisión como pude comprobar más tarde.
Sabía que con él pocas opciones tenía sobre posturas y demás. Lo único que tenía hablado con él era que yo no quería epidural, a lo que él no solo no puso ninguna objeción sino que me animaba. Eso sí, con el anestesista al lado para un caso de emergencia. Pues oye, genial, más tranquilidad para mí.
Ya os conté cómo fue mi último día de no madre y lo bien que llevó mi cuerpo el trabajo de parto. Pero una vez en paritorio todo fue de mal en peor.
Nada más bajar me pusieron la epidural, que gracias a Dios hice caso a mi matrona y a mi marido. No fue fácil ponérmela porque el niño ya empujaba y no me daba tregua entre contracción y contracción. Una vez tumbada en la camilla, muy rápido todo, me ayudaron con los pujos, animándome y diciéndome lo bien que iba.
De pronto algo iba mal. El niño no salía por más que yo empujaba. Mi ginecólogo no tuvo más narices que hacer una episiotomía. Ni por esas. Mi querido hijo venía ya guerrero. Se había empeñado en sacar la cabeza, el brazo hacia arriba y el cordón todo de vez y se quedó atascado en el canal de parto. La maquinita anunciaba que había actuar y por un momento se hizo el silencio en el paritorio. Silencio que rompí enseguida.
- Javier, ocúpate de sacar al niño y que esté bien. A mí que me den por culo.
Literal, con estas mismas palabras y como si lo acabara de vivir ahora mismo lo recuerdo.
Mi gine cogió los forceps y se dispuso a sacarlo. Y lo sacó. Lo cogió la matrona. Pero aún había más. Tanto mi ginecólogo como la matrona se habían quedado mudos mirándome las entrañas. Recuerdo la cara de horror de la matrona mientras sostenía a mi hijo. Mucha tensión, y esta vez fue el anestesista quien la rompió gritando:
- ¡Pero mueve al niño!
El niño rompió a llorar y con él mi marido. Yo solté el aire que se me había quedado atascado en los pulmones. El niño estaba bien y eso era lo que importaba.
La máquina infernal que me controlaba a mí cada vez pitaba más deprisa, a pesar de todo, enseguida me dieron al niño y me lo puse al pecho, al que se agarró con ganas succionando con una fuerza que me parecía increíble. Al poco me preguntaron si se lo podían llevar un momento para pesarlo y ver sus constantes. Sin problema.
Y la maldita maquinita seguía pitando sin cesar mientras mi ginecólogo trabajaba por ahí abajo con cara de angustia.
- Javier, me estoy mareando.
- Normal, hija mía, normal.
El niño nació a las 23:25 y las 00:20 el ginecólogo acabó de coser. Me había desgarrado por dentro, por fuera, por arriba y por abajo. Además, al estar operada repetidamente de un abceso perianal tenía la piel tan frágil que se le soltaban los puntos una y otra vez. Nunca le había pasado nada parecido y estaba horrorizado.
Solo voy a decir que cuando subí a planta, ya estable, mi tensión era de 7-3. Así que no sé a cuánto se me pudo ir en paritorio.
Tenía razón en querer a mi gine a mi lado. Si no hubiera sido por él mi hijo no hubiera nacido. Así que solo puedo dar gracias por sus palabras de aliento, por sus besos y abrazos y por todo el cariño con el que trajo a mi niño al mundo.
Gracias Javier