Antes, durante y después de nuestro viaje en familia por tierras balcánicas hemos estado viviendo a un ritmo que nos ha venido muy bien: lo necesitábamos. Hemos ido bastante más relajados (aunque hayamos tenido nuestros momentos tensos, algo totalmente inevitable) y el no tener que estar tan pendiente del reloj hace que uno se tome las cosas de forma diferente. Los pequeños (y los mayores) hemos disfrutado mucho y se hacía cuesta arriba pensar que teníamos que volver a casa y encarar de nuevo esas temibles rutinas que nos hacen ir de bólido.
A pesar de no querer volver mientras estás de viaje, es curiosa la sensación de cuando ya estás volviendo; ahí ya quieres llegar cuanto antes a casa. Y es en ese momento cuando llega otra situación emocionante: el reencuentro con tus cosas. Cuando abres la puerta de casa y aparece la gata a recibirnos (deseosa de que llegáramos aunque luego se arrepintiera ante el torbellino de felicidad de los pequeños), la ilusión de los peques al volver a ver sus juguetes, sus cuentos, dormir en tu cama...
Al llegar a casa cierras la puerta y piensas: Se acabó, parecía que no iban a llegar nunca las vacaciones y ya han pasado. Hoy hace exactamente 10 días que salíamos de Dubrovnik de regreso a casa y tenemos la sensación que hemos vuelto hace meses, se ve todo muy lejano.
Empezamos una nueva temporada en la que os seguiré explicando mis vivencias como padre, nuestras aventuras y desventuras familiares y todo lo que me pase por la cabeza.
¿Me acompañáis?