Todo lo bueno se acaba. Y además, por desgracia, se acaba muy rápido. Ya estamos de vuelta, subidos de nuevo en esa rueda de jaula de hamster que es la rutina diaria. Y qué duras son las vueltas. Los regresos. Especialmente cuando lo que se deja atrás son las vacaciones de verano, los largos días de sol, los viajes en modo turista, las ciudades que descubres y que a los dos días ya sientes como tuyas (Preciosa Lisboa. Todas las Lisboas que hay en Lisboa), las playas en las que Mara ha disfrutado bañándose y llenándose de arena (Cullera, Azenhas do Mar), las tres semanas sin separarme de ellas. De Maramoto y de la mamá jefa. De mi pequeña pero a la vez gran familia. De esas dos mujeres que me enamoran y a las que el domingo, cuando ellas ya se habían quedado dormidas, me quedé mirando durante un rato mientras leía. Sintiéndome inmensamente feliz. Orgulloso. Afortunado por tenerlas a mi lado. Triste porque volver a subir a la rueda de hamster significaba separarme de ellas. Y os puedo asegurar que pese a nuestra irremediable imperfección, no me imagino un mejor lugar para vivir que la isla que conforman ellas. Porque como dice Katia, la protagonista de una de las novelas de Andrés Barba, lo que importa no son las cosas -ni los lugares-, sino lo que está detrás de las cosas. Y detrás están ellas.
Estas vacaciones me han demostrado una vez más que no, que no somos una familia Pinterest. Que las cosas se nos complican por momentos, que entramos en modo desastre a diario, que nos enfadamos, que Maramoto enlaza una rabieta con la siguiente y ésta con otra, que todos perdemos la paciencia, que vivir durmiendo muy poco no ayuda, que las cosas nunca salen como las habías planeado (y quizás ahí reside la magia), que tenemos la cabeza en tantas partes que siempre nos la olvidamos en algún lugar. Y pese a todo, pese a las difilcutades, pese al calor insoportable, pese a los días malos de cada uno, miro hacia atrás y creo que hemos disfrutado de unas vacaciones maravillosas en familia. Nada que ver con el caos del año pasado. Se nota que Mara se hace mayor. Y también que los tres hemos ido conociéndonos y adaptándonos mejor. Que de todo se aprende y muy especialmente de las experiencias negativas. Que somos un equipo y que hasta los mejores equipos tienen días malos (y si no que se lo digan al Barça el viernes pasado en San Mamés).
Mara ha crecido mucho en estas tres semanas. Se le ha soltado la lengua y dónde no le llega ésta, aparecen los signos. Es increíble verla intentar mantener una conversación, explicarte algo que le ha pasado entre sonidos y gestos. Me tiene maravillado con esas ansias de descubrir que no decrecen, con su afición por subir y bajar escaleras, con esa necesidad de hacerlo todo ella sola, sin ayuda de nadie (os hablaré de ello en el próximo post), con ese afán por escalar, con esas rodillas y esos codos llenos de heridas y moratones, cicatrices que nos recuerda a diario (“¡Herida, herida!”, exclama) y que dan fe de su vocación aventurera. Me enamora con ese cariño y esa inocencia que desprende, con sus besos y sus abrazos, con esa forma tan suya de pronunciar su nombre, el mío y el de mamá. Y sí, ha tenido días irritables, días en que no sabía si tirarme al Tajo o tirarla a ella, la crisis de lactancia de los dos años (que ha puesto a prueba la forma física, la salud mental y la espalda de la mamá jefa), rabietas continuas y lloros inconsolables. Nada raro en una bebé a la que cambias del día a la mañana las rutinas, sólo que con la intensidad que ella le pone a todo. Esa intensidad que desgasta y agota, pero que agradeces cuando sonríe, cuando está on fire, cuando se siente feliz. Y ha habido muchos momentos así durante las vacaciones.
Vacaciones que me han permitido estar tres semanas sin separarme ni un minuto de ella y ver su evolución. Ver cómo de repente resulta mucho más fácil pasar un buen rato jugando juntos (ya sea a hacer castillos, a pintar o a destrozar coches de madera y volverlos a montar), porque ya es capaz de mantener su atención durante más tiempo. Ver cómo empieza a relajarse mientras le leemos un cuento y nos deja pasar las páginas, leer todos los diálogos, mientras ella reconoce objetos y te los nombra y te explica lo que ve, añadiendo su voz a la narración. Ver cómo acepta mejor el coche y somos capaces de hacer un viaje a Valencia (tres hora y media) y otro a Lisboa (seis horas), algo impensable hace unos meses. Ver cómo sigue desarrollando ese carácter tan suyo, tan volcánico, tan impredecible. Ver como madura esa niña tan independientemente dependiente que me quita el sueño mientras al mismo tiempo me da la vida.
Y luego está la mamá jefa, esa mujer que se sube el mundo a la mochila de porteo. No me cansaré nunca de decir lo mucho que la admiro. Mara se ha pasado todas las vacaciones pidiendo la teta cada cinco minutos, como si fuese una bebé de tres meses. Y para la gente (miradas, comentarios) no lo es. Y su peso también lo desmiente. Dicen que es la crisis de los dos años. Y puede ser, porque creo que hemos pasado por todas las crisis de lactancia habidas y por haber. No está teniendo una lactancia fácil la mamá jefa. Ni tampoco ha tenido unas vacaciones fáciles, todo el día con Mara en la mochila y enganchada a su tesoro más preciado. Así ha recorrido Lisboa. Con sus calles empinadas y sus escaleras. Y nunca ha estado triste una mañana. Ha tenido momentos de desesperación, pero enseguida se ponía de nuevo en marcha. Inagotable. Supongo que de ella ha heredado Mara la energía. Es un lujo viajar con ella, de su mano. Es la compañera perfecta. En todos los sentidos.
Vuelvo de las vacaciones enamorado de ellas, orgulloso de mi familia imperfecta. Ya lo decía Andrés Barba en ‘La hermana de Katia": “(…) Se te llenaba el pecho de un espacio en blanco grandísimo en el que poder escribir los proyectos, todas las cosas que querías hacer con ellas y que sería ridículo, imposible, hacer con otras, porque eran ellas, no las cosas, lo que de verdad te hacía ilusión”.