Tendré un hijo y le querré mucho, pero nunca tanto como a David.
Esas han sido las palabras que han incendiado las redes sociales y han hecho elevar la voz a cientos de mamás blogueras y miles de mamis en general. No voy a defenderla ni criticarla pues estoy convencida que su vida pública es una constante película en la que ella sólo interpreta un papel. Además si llama la atención, hablan más de ella y gana más. Es la Ana Obregón de estos tiempos pero sin exclusivas (creo). Pero lo que sí voy a hacer es hablaros de mí:
Desde hace muchos, muchos años me decían que el amor a un hij@ no se puede medir. Yo intentaba compararlo con el amor que siento por mis padres y hermanos y pensaba: Dios mío, si se tiene que parecer, pobres de mis hij@s. Y pensaba esto porque este tipo de relación es de amor/odio. Sí y no lo negueis. En la mayoría de casos se les quiere mucho pero hay momentos e incluso días y semanas que los odias desde lo más profundo de tu corazón. ¿Os imagináis que un día vuestr@ hij@ haga algo y le digáis que le odiais y ojala no fuera vuestr@ hij@ (con portazo incluido)? A que no. Pues a nuestr@s padres se lo hemos hecho en alguna ocasión y si no, algo parecido seguro. Este amor no puede ser el mismo que se siente por un/a hij@.
Con el tiempo comparé el amor por mis futur@s hij@s con el amor que siento por mi Señor Marido. Y me horrorizaba. Me horrorizaba pensar que en alguna ocasión me pudiera ver tan saturada que tuviera ganas de tirar la toalla y abandonar a mi futura familia. Yo creo que tod@s nos lo hemos planteado alguna vez en nuestra relación de pareja: ¿realmente esto es lo que quiero para el resto de mi vida? ¿él/ella es la persona idónea para mí? No, no me veía planteándome esto sobre mis futur@s hij@s. Este amor tampoco debe ser el que se siente por un/a hij@.
Y entonces llegó ella: Doña Cuchufleta. Desde el mismo momento en que vi el positivo en el test de embarazo la amé. Y desde el momento en que la vi por primera vez en el ecógrafo y oí su corazón, ese amor se multiplicó hasta el infinito. No sabía si era niño o niña, rubia o morena, alta o bajita, de ojos claros u oscuros. No sabía nada de ese diminuto ser que crecía dentro de mí y sin embargo, le amaba desde lo más profundo de mi corazón.
Era un amor diferente a lo que había sentido hasta ese momento. No podía compararlo con ninguno otro. Prefería mil veces que me pasara algo a mí antes que a ese ser que aún no conocía. No le conocía. No le había visto. No le había tocado. No le había olido. Y sin embargo, daría mi vida por él. ¿Cómo podía ser eso posible? No lo sé y nunca lo sabré. Sólo sé que desde el instante en que vi su perfecta carita redondita, desde el instante en que la sostuve entre mis brazos por primera vez, desde el instante en que su olor impregnó cada uno de los poros de mi piel, supe que por muchas travesuras que haga, nunca le diré que la odio y que desearía que no fuera mi hija y por mucho que discutamos nunca tendré la tentación de abandonar y volver a mi vida antes de tenerla a ella.
No puedo explicar el amor que siento por Doña Cuchufleta y La Pitufa. No sé cómo hacerlo ni encuentro las palabras adecuadas. No las encuentro o no las hay porque el amor por un/a hij@ es tan inmenso que no se puede describir. Hay que vivirlo.