Me encuentro frente a la puerta de casa, buscando la llave y ansioso por vivir uno de los mejores momentos del día: La bienvenida a casa de los más pequeños de la familia.
Da igual si estás cansado o si vienes agobiado, ellos siempre te reciben igual: Una amplia sonrisa y un abrazo de esos que te derriten el alma porque lo dan como si hiciera semanas que no te ven. Eso levanta el ánimo a cualquiera, al menos durante un rato (hasta que comiencen las batallas diarias…).
Situación similar se produce cuando voy a recogerlos al colegio; primero a la HermanaMayor y luego al pequeño; una al colegio, el otro a la guardería. El ritual con la grande siempre es el mismo: ponerse en la cola de la puerta de la clase, cuatro palabras de cortesía con algunos padres y echar una mirada furtiva por la ventana hacia la clase. Allí estará, con todos los bártulos preparados, esperando pacientemente a que la profesora le indique que ya puede salir. Y entonces, igual que al llegar a casa, me regala un paaaaaaapiiiii y un gran abrazo. Es un momento fantástico y efímero, y aún más intenso si mi presencia es inesperada…
Con el HermanoMenor en la guardería la cosa va diferente, aunque no es menos emocionante: primero me encanta ‘espiarlo’ sin que sepa que estoy ahí por una de las ventanas; es una manera de ver que se encuentra bien, que se lo pasa bien y está bien atendido. Luego voy a la clase y cuando me ve la cara se le ilumina con una gran sonrisa. De repente empieza a enseñarte cosas, a traer juguetes y a corretear por la clase… Es su manera de decir que está contento de que estés allí.
Para muchos será una tontería, pero para mi esos momentos no tienen precio y me encantaría poder disfrutarlos cada día. Lamentablemente no es así y creo que eso hace que aún sean más valiosos.
Y que duren para siempre...