Ayer cogió su hucha, una hucha que tiene desde bebé con dibujos de Peppa Pig. Quería saber cómo iban sus ahorros —uno siempre tiene que vigilar sus cuentas— y la trajo al salón como quien lleva consigo un tesoro de los que ni se venden, ni se compran. Cuando levantó la tapa, advertí que dentro dormían un montón de monedas, en su gran mayoría de cinco, diez, veinte o cincuenta céntimos. Alguna moneda de uno, alguna de dos. De repente, dijo emocionado: “¡Tengo seis monedas de un euro!”. Al escucharle tan contento, la primera reacción de los que estábamos con él fue automáticamente mirar en nuestras carteras a ver si llevábamos algo suelto para incrementar su riqueza. Pero él, que sabe lo que de verdad vale, apoyó su hucha en el sofá y dijo que no, que a él no le hacía falta más, que ya tenía un montón de dinero. Yo puse esa cara de boba que se me queda cuando le miro a él o a su hermanita. De tonta enamorada. De tía caldosa. De idiota compungida con lagrimita orgullosa apunto de salir por el ojo.
De repente se hizo el silencio. Entonces, él volvió a hablar: “¿Con seis euros me puedo comprar una casa?”
Lo que sentí en ese momento. Eso. Eso es lo que merece la pena. Sentir esa inocencia tan de cerca. La inocencia de una mirada pura que aún no sabe el precio de las cosas pero que sí distingue, mejor que nadie, lo que valen, mejor dicho: lo que vale y lo que no vale. La sabiduría de alguien que no quiere más de lo que tiene, que es feliz con seis monedas de las gordas, que cree que con eso podría tener una casa. Ojalá nunca tuviera que enfrentarse a eso que llaman hipoteca. Ojalá nunca tuviera que vivir la vida a medias que vivimos los adultos.
Ojalá nunca cambies, ojalá nunca dejes de soñar.
Mi cartera no tiene mucho más que seis euros, pero sí que tiene más. La gran diferencia entre él y yo es que él es feliz con lo que tiene y yo, como la mayoría de nosotros, no. Porque queremos más. Y cuando tenemos más, volvemos a querer más. Y así sucesivamente y en todos los aspectos de la vida. Nunca sabemos cuándo ni cómo frenar. Y nos amargamos. Porque claro, con esa forma de ver las cosas… nunca tenemos cuanto queremos. Y así estamos, con la queja constante de quien no repara en lo que tiene. Y es que no hay mayor infeliz que aquel que podría dejar de serlo pero no pone remedio. Y es que no hay nada peor que centrar nuestras fuerzas en lo que no está con la de cosas buenas que sí tenemos.
Pero siempre hay alguien, siempre hay un ángel que baja del cielo para recordarte el valor de seis euros. El valor de jugar, el valor de dar besos y abrazos asfixiantes a tu hermana, el valor de reír, sin más. Porque sí.
Últimamente veo muchas frases rollo… “Eres de quien te cuida…” “Eres de quien te invita a un viaje…” “Eres de quien se acuerda de ti…” Se ve que está de moda empezar así las frases. Eres de. Yo creo que no somos de nadie, en todo caso, de ellos. De quienes sí dependen de nuestras vidas para crear las futuras raíces que edificarán el árbol de las suyas. De quienes nos arrancan el corazón de cuajo con cada caricia inesperada, con cada palabra chapurreada, con cada mirada; con el simple hecho de existir. Creo que no está bien creer que se es de alguien cuando nos referimos al mundo de los mayores, al mundo de las relaciones, al mundo de las películas que nos montamos los que queremos seguir siendo niños creyendo en una magia que apagamos día a día con nuestras altas expectativas y nuestras pocas agallas para alcanzarlas. Creo que no. No me gusta. No soy de nadie, ni aunque me cuide, ni aunque me invite a vino blanco, ni aunque me ponga una toalla en la frente cuando tengo fiebre.
En cambio, cuando veo sus dos caritas, sus manos llenas de cosas por hacer, su corazón limpio y preparado para vivir aventuras, para enamorarse, para crecer sin mirar atrás y aprender de cada piedra y de cada flor que vayan encontrando por el camino, siento que vuelvo a nacer. De ellos. Yo soy de ellos.
De ellos, que me despiertan el corazón.
Nada que no sea lo que ellos me hacen sentir, no, no perteneceré a ello.
Para A y L, que cada día me enseñan que la vida es una guerra de cosquillas sobre la alfombra.
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