Yo solo quiero compartir una de mis experiencias y mi propio punto de vista. Cada familia es diferente y cada persona (mamá o papá) tiene una manera distinta de abordar este tipo de situaciones. No quiero imponer mi forma de pensar, ni mucho menos juzgar a otras madres, porque estoy 100% segura que todas hacemos lo que creemos correcto, ninguna actuamos con la intención de hacer daño a nuestros hijos. En el camino de la educación ciertamente nos equivocamos muchas veces, pero igual que nuestros hijos, vamos aprendiendo y al final de cuentas, cada una cosecharemos en nuestra propia vida la forma de crianza que hayamos elegido para nuestros hijos.
Ya saben que yo soy pro crianza respetuosa, y en el tema de las rabietas, prefiero no optar por la violencia. Creo que existen maneras más efectivas para educar (más efectivas, pero también más difíciles de implementar), como la paciencia, el amor, el diálogo, la comprensión, la empatía, en lugar de la faja o las nalgadas.
El sábado pasado fue día de gestiones matutinas. Me alisté temprano y salí con mi hija. Nos encanta salir juntas a hacer mandados, ella me acompaña, me entretiene y me divierte muchísimo con sus locuritas. Amo verla a través del espejo retrovisor cuando va en el asiento trasero del carro.
Ese día se me hizo tarde y tuve que pasar por el supermercado comprando algo para el almuerzo. Génesis me pidió un eskimo, le compré una banana Split y nos sentamos a comer juntas. No logramos acabarnos la ración y, como nos regalan la tacita con la cuchara, decidimos irnos y que ella se lo terminara en el carro, se lo llevaba yo para evitar que lo derramara.
Estando cerca de la caja me pidió unas papitas, le dije OK, las tomó y me pidió que se las abriera. Aquí empezó todo.
Siempre es importante tomarnos un momento para reflexionar en ese preciso momento en que explota la bomba, ese instante donde empieza el problema, porque podemos sacar mucha información de ese momento, qué hizo a nuestros hijos perder el control, los diferentes posibles escenarios que pudieron darse, nuestra reacción inmediata, etc.
Pues bien, cuando ella me pidió que le abriera las papitas, le dije que esperara un momento porque primero teníamos que pagarla. Estábamos ya en la fila de caja esperando nuestro turno. La verdad es que bien se las hubiera podido abrir porque igual pasan el artículo por el scanner aunque ya esté abierto. Pero en ese momento me era muy complicado hacerlo porque iba cargando el eskimo, mi cartera, tenía que buscar el dinero para pagar y era mucho rollo.
Pero mi pequeña impaciente insistía en que se las abriera, decidí ceder. Sí, no es malo, ni pecado, ni se acaba el mundo cuando los padres cedemos de vez en cuando. Pero le dije que me sostuviera el eskimo, el que terminó derramándoselo encima de su vestido nuevo que andaba ese día, dejó todo regado en el piso y se atacó en llanto.
Debo decirles que la escena no me dio pena, ni vergüenza en lo absoluto. Mi hija hizo un reguero con el eskimo, yo apurada con las compras y lidiando con su llanto desconsolado. No me importó que la gente me estuviera viendo, porque es absolutamente normal que un niño derrame algo sobre sí, ya luego vendría alguien a limpiar todo y asunto resuelto. Igual me pasó la vez que se echó encima un vaso de té helado cuando comíamos en un centro comercial. No dejé que ella se avergonzara por un accidente que no provocó de forma intencional, en esa ocasión me mostré tranquila, le dije que todo iba a estar bien, que a veces pasan accidentes así, pero que debemos ser un poco más cuidadosas, sequé lo que pude con una servilleta y luego pasó una persona de limpieza y arregló todo.
Pero la vez del supermercado, aunque ella derramó el eskimo también por accidente y yo no mostré vergüenza por la situación, pero no pude evitar mi enojo, me puse seria, le dije que se calmara (cosa que no hizo) y a como pude logré terminar las compras.
Estando en el carro abrió sus papitas y en un frenazo las botó todas en el asiento del carro. ¡¡Eso fue la bomba nuclear!! Se atacó en llanto peor que antes, intenté calmarla diciéndole que no pasaba nada, que se podían recoger y volver a poner en el frasco, que el asiento del carro estaba limpio, etc. Pero ella no paraba de gritar. En ese punto mi paciencia estaba llegando al límite, cualquier accidente pudo ocurrir mientras conducía con mi hija gritando casi en mis oídos. Cuando descubrí que yo estaba alzando mi voz, percibí que todo se estaba saliendo de control. Así que me salí de la vía y detuve la marcha. Me quité el cinturón, le ayudé a recoger las papitas, le dije que no siguiéramos peleando, que a mí no me gustaba pelear con ella, le pasé su botella de agua y le pedí que tomara para que se calmara, le sequé las lágrimas, le acomodé el cabello y le expliqué que todo empezó cuando ella se puso de necia por abrir las papitas, por eso le tuve quedar el eskimo y lo derramó. Le planteé la diferencia, si ella hubiera esperado un poco, yo no le hubiera dado el eskimo y no hubiera pasado lo que pasó; pero mientras le explicaba esas cosas, intentaba hacerlo de la forma más tranquila posible, moderando mi tono de voz para transmitirle calma y serenidad. Cuando dejó de llorar y empezó a comerse sus papitas, continuamos la marcha.
Noté que ella iba pensativa. Aunque algunos digan que los niños no razonan, yo pienso que sí lo hacen. Por supuesto que no con el mismo nivel de lógica que un adulto, ellos piensan y razonan de forma más limitada por su edad, pero lo hacen. Logran hacer conexiones de los hechos y hacer conclusiones.
Pues bien. Iba pensativa. A los pocos minutos me dijo: “Lo siento mami”. Le pregunté por qué lo sentía, solo para asegurarme que había entendido las cosas. Me respondió “Por portarme así y hacer todo ese alboroto”.
Detuve nuevamente mi marcha para abrazarla, le di un beso y le dije que la amaba mucho. Que tratáramos de no descontrolarnos para disfrutar nuestros paseos juntas, que fuera un poquito más paciente. Le repetí que todo estaba bien, que esas cosas a veces pasan, pero que debemos aprender a resolver los problemas.
Y ya. Todo pasócomo pasan todas las dificultades en la vida.
Luego me quedé pensando en lo que significaba ese “lo siento mami”. Sin duda un reconocimiento de su mal actuar, quizá un deseo de querer o poder hacer las cosas de forma diferente, y también alguna intención de enmendar lo sucedido.
También reflexioné en los errores que puedo estar cometiendo. Rodeada de tanta gente acostumbrada a las cachetadas a tiempo y a la disciplina con faja, es fácil llegar a preguntarme si estoy haciendo lo correcto. Cuando tengo ese tipo de dudas, recuerdo las palabras de la Madre Socorro: “si lo que haces te genera angustia, está mal y no viene de Dios”. Pues la forma de educar a mi hija no me genera angustia. Angustiante sería reprenderla a golpes. Les aseguro que jamás ella me hubiese dicho lo siento; porque en un acto de violencia es imposible reflexionar y lo único que aprenden los niños es a portarse bien a costa del miedo, reprimiendo sus emociones, en muchos casos, hasta germina algún recientemente hacia sus padres.
Gritarle a un niño y golpearlo solo muestra lo incapaces que somos los adultos de manejar la situación. Es un reflejo del descontrol de nuestras propias emociones.
Los adultos también hacemos berrinches. ¿Cuántas veces las esposas nos ponemos quisquillosas, irritables y armamos nuestros berrinchitos con nuestros esposos? Solo faltaría que nos tiráramos al piso a patalear. ¿Se imaginan que pasaría si en medio de nuestros berrinches recibiéramos una bofetada de nuestro esposo o un fajazo? Y que ellos se justifiquen diciendo que es para calmarnos o para “disciplinarnos”. De inmediato le ponemos el título de “violencia doméstica” y es penado por la ley.
Entonces, ¿por qué la sociedad permite, justifica y promueve esa misma forma de disciplina hacia los niños? Es impresionante cómo personas con un alto y delicado grado de responsabilidad hablan en favor de la faja, he escuchado a maestros y hasta sacerdotes en su homilía diciendo que es bueno y aconsejable usar la faja con los niños.
Solo póngase a pensar un poco en lo que siente un niño (o cualquier persona adulta) cuando alguien a quien quiere le maltrata. Para los niños sus padres son las primeras personas donde encuentran una referencia de seguridad y protección, ¿Qué pasará por sus cabecitas cuando esas personas, que se supone deben cuidarlo y protegerlo, le atacan a gritos y golpes?
Es cierto. La disciplina con faja funciona. Eso no lo dudo. De que funciona, funciona. Los niños aprenden a portarse bien, a obedecer, a ser sumisos. Pero también aprenden a reprimir sus pensamientos, sus emociones y sus palabras, aprenden que a través del miedo se puede conseguir someter a los demás, aprenden también a gritar y maltratar. Los padres pueden ganar un hijo bien portadito, pero también pierden la confianza de sus hijos.
Yo quiero que mi hija aprenda a portarse bien, que aprenda normas de cortesía y disciplina, que obedezca a la autoridad, pero que lo haga sin miedos y con su conciencia libre. No quiero que se someta a algo nada más porque sí, nada más porque alguien de más autoridad se lo exija, ni porque tenga miedo. Quiero que obedezca normas porque las entiende y sepa que es lo correcto, que su obediencia sea libre y sin coacciones. Así quiero que obedezca a sus padres, a sus maestros, al gobierno, a su futuro esposo, a sus jefes, etc.
Perdón por haberme extendido tanto. Cuando escribo, mi pensamiento se dispara. Sé que muchos no comparten esta rara forma de pensar, sé que muchos me critican. Pero igual soy libre de educar a mi hija como considere mejor. A nadie impongo mi forma de pensar, por tanto no permito que nadie me imponga la suya. No soy partidaria de hacer las cosas como se han hecho siempre, aunque antes hayan funcionado con mucha efectividad, porque siempre se puede mejorar algo y siempre se puede aprender a hacer algo diferente.